jueves, 31 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte catorce)

Algunas copitas de más

- Uno de los personajes bien diferentes era un hombre de apellido ruso, algo muy raro aquí en Brasil, que era crítico de cine y director de la cinemateca de San Pablo y que siempre estaba borracho.- Recuerda Raul.

Se lo veía principalmente en el cine Marabá, aunque también en otros. Como era muy bien dotado, cuando llegaba a algún cine y ponía para afuera su instrumento, siempre se hacía un grupo que lo rodeaba y que querían agarrársela todos al mismo tiempo.

Un día que había mucha gente rodeándolo, me le acerqué. Cuando quise agarrar, comencé a recibir palmadas en las manos de los otros que no querían compartir. Yo seguí obstinado. Me puse a tiro, como para chuparlo, y ahí recibí un bruto sopapo en la cara. Desistí.

Con el tiempo, fue uno de los pocos con los que hablaba. Era un hombre de lo más interesante. A pesar de estar siempre bebido.

Loca desubicada

-Yo estaba en la 24 de maio esquina Ipiranga, en el local de Breno Rossi, aquel negocio de discos e instrumentos musicales, que era el mejor, el más surtido de San Pablo.- Nos relata Carlos. - No estaba solo, estaba acompañado y se me acerca una loca conocida de los cines, y con total descaro me dice:

- ¡Qué chongo que te levantaste!

Yo intenté hacerle señas para que se aleje, no quería explicarle nada. Comencé a hacer la seña en el pecho con la mano semi cerrada, dándole a entender que tenía que borrarse y dejarme tranquilo. Pero era una marica cargosa y seguía hablando:

-Te lo querés guardar todo para vos al chongo. No lo vas a presentar, ¿no?

Hice todo lo posible para que se aleje y nos deje tranquilos. Pero siguió insistiendo. Entonces no me quedó más alternativa que responderle. Y no pude hacer otra cosa, dadas las circunstancias, que decirle la verdad. Cuando volvió a insistir una vez más, preguntando quién era es chongo que ella nunca había visto por el circuito, le respondí:

-Es mi papá.

A soplar la velita

-Esta me la contó Ze.- Comienza Raul. - Habían ido él y un amigo al cine Ouro y en medio del puterío un grupo de locas comienza a repartir saladitos que sacaban de una caja gigante de telgopor, mientras que de otra caja sacaban y repartían bebidas frías, gaseosas y cervezas. Convidaban a todos los que estaban en el cine. Es que estaban festejando el cumpleaños de uno de los que siempre iba a ese cine.

Cuando le pregunté si cantaron el feliz cumpleaños, me respondió:

-Por supuesto y todos los presentes se sumaron.

(Continuará)

miércoles, 30 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte trece)

Y llegó la maldita policía

-Entré una vez a un cine porno de Santos, era el Praia Palace.- Cuenta con tristeza Raul. - Miré en la platea para ver si veía algo que me interesara. El único hombre que se destacaba, era uno de cabellos ya grises, gordito, de algunos años más que yo, pero muy elegante, vestido con pantalón oscuro y pulóver claro. Me senté cerca de él. Hicimos contacto visual y entonces me acerqué, me senté a su lado y nos agarramos de la mano. Fue todo lo que pudimos hacer.

Por detrás de nosotros oímos alguien que nos intimaba a salir de la sala. Cuando miramos, vimos que nos apuntaba con una pistola. Una vez afuera de la sala, en el hall de entrada del cine, nos pide los documentos. Entregamos nuestras identificaciones. Al policía le brillaron los ojos de satisfacción. En el mismo momento que entregamos los documentos yo me di cuenta que el hombre que estaba conmigo no era alguien del montón. Yo ya estaba habituado, por mi trabajo en el aeropuerto, a ver aquellas identificaciones. El hombre estaba sumamente nervioso. Se veía que lo estaba pasando mal.

El policía se identifico con una credencial que, ahora, supongo falsa, pero en la época me pareció auténtica. Había un segundo hombre con él, negro, que ni siquiera se identificó. El primero comenzó a hablar con el segundo y le decía:

-Vamos a llevarlas a la celda de la comisaría, para que allí se cojan entre ellas…

Y salimos caminando por la Avenida Ana Costa, una avenida muy comercial de Santos. Caminábamos en medio de una multitud y él seguía hablando bien alto, para que todos escuchen cómo nos insultaba.

Mi compañero sugirió que entrásemos en un bar, para hablar. Entramos y, ya instalados, preguntó:

-¿Qué podemos hacer para que nos dejen ir?

El policía directamente nos pidió plata, pero nos pidió una cantidad escandalosa, casi absurda. Si no le entregábamos esa suma nos llevaría presos. Yo avisé que tenía muy poca plata en mi cuenta de banco. Mi compañero negoció y arregló entregar la mitad de lo que pedían. Él se haría cargo de mi parte también.

Caminamos unas cinco cuadras en silencio; ya no nos insultaba. Fuimos hasta un cajero automático. Yo saqué todo lo que tenía, que no era nada comparando con lo que pedían, y lo entregué. Y el hombre también le entregó su dinero, muchísimo, su parte y la mía, que extrajo de dos cuentas bancarias diferentes. Finalmente, con toda nuestra plata, nos dijo que caminemos por la misma avenida, sin mirar para atrás.

Obedecimos. Unos minutos después, casi llegando a la playa, tomamos coraje y miramos para atrás y ya no estaban. Más tranquilos seguimos conversando. El hombre, que era coronel de la aeronáutica, me ofreció devolverme el dinero que yo había entregado. Pero yo no acepté. Me contó entonces que tenía familia, mujer, hijas y nietos y no podía permitirse, ni por la familia ni por el trabajo, tener una entrada en la policía por haber sido sorprendido en un lugar como el cine en cuestión.

Cuando recuperamos el ánimo, decidimos seguir cada uno nuestro camino. Yo me volví a San Pablo. No sin antes intercambiar un modo de estar en contacto. A pesar de la violencia de lo sucedido, nuestro deseo no se iba a modificar. Nos volvimos a ver algunas veces. Era un hombre muy educado, hermoso, con una buena cultura. Incluso, a pesar ser militar, tenía una mentalidad abierta. Y, la mejor sorpresa de todas, era bien dotado y activo, que era lo que más me interesaba.

Un año después yo estaba en mi trabajo en el aeropuerto y él llegó, acompañado de su familia, y me tocó atenderlo en su salida rumbo a Europa, ya que yo me ocupaba de, entre otras cosas, atender a las autoridades que viajaban -concluye Raul-.

(Continuará)

martes, 29 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte doce)

De cines

En la punta

- En el cine Don José,- recuerda Carlos, - había uno que se sentaba siempre en la punta de alguna de las filas de butacas y no dejaba que nadie le saque ese lugar.

Es que muchos andaban casi desnudos por dentro del cine y él, que estaba siempre ahí, siempre en la punta de la fila de butacas, siempre con la boca abierta, listo para chupársela al pasar a todos los que circulaban por el pasillo con la pija afuera.

Había de todo. – avanza en el relato Carlos. – Los que simplemente se dejaban chupar y los que eran más groseros y le decían de todo, tipo, ‘chupá, puto’. Cada vez que le acababan en la boca, el tipo de la punta se limpiaba con un pañuelito, se ponía un refrescante bucal y se preparaba para atender al siguiente.

Luego se iba sacando la ropa, cuando se bajaba los pantalones quedaba con una bombachita minúscula. Y ahí se lo cojían en plena platea.

El cartero

-Uno de los personajes que se veía con frecuencia en el cine Ipiranga era un cartero, - comienza a contar Raul y casi no contiene la risa al recordar,- se lo podía identificar fácilmente porque siempre iba con su uniforme amarillo vivo, que lo hacía parecer un canarito. No había forma de no verlo dentro del cine.

Siempre llegaba, indefectiblemente, con su bolso al hombro, lleno de cartas. Se pasaba la tarde haciendo puterío y antes de irse iba hasta el baño, entraba en un box y separaba las cartas. Las que tenían franqueo simple las rasgaba, las hacía pedacitos y, sin importarle nada, indiferente a las consecuencias que le podría traer, las tiraba en el cesto de residuos antes de salir. Entonces, aliviado -con menos peso en el bolso, menos trabajo pendiente y habiéndose descargado sexualmente-, volvía a repartir las cartas certificadas, en lo que restaba de su tiempo de trabajo.

¡Aquí no se fuma!

-Otro que era un personaje maravilloso era el acomodador del cine Art Palácio, - sigue enumerando Raul.- Era una loquita vieja, muy vieja y bien femenina, con aquel uniforme todo feo y gastado, con unas charreteras doradas muy llamativas y destrozadas.

Durante las funciones recorría todo el interior del cine, iluminando las hileras de butacas, una por una, donde pasaba de todo. Y lo único que decía era: ‘Aquí está prohibido fumaaaaar’, sin importarle que la mayoría de los que estaban en las butacas estuvieran teniendo sexo de la manera que mejor les pareciera.

(Continuará)

lunes, 28 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte once)

Las apariencias engañan

- En el baño de la estación de subte República, de la actual línea 3, antigua Este- Oeste encontré un osazo, lindísimo. - Arranca Raul. - En el momento no noté nada extraño parecía uno de tantos de los que circulaban por aquellos lugares a diario. Nos pusimos de acuerdo y salimos rumbo a un hotel. Fue cuando entramos a la habitación que me di cuenta que era un mendigo. Estaba muy sucio y con la ropa toda vieja, desgastada.

Así como estaba no daba ganas de hacer nada. Lo hice pasar al baño para que se bañe y esté más presentable. Aceptó sin poner reparos. Luego que hicimos lo que yo esperaba, antes de salir, le regalé unas ropas que yo tenía en un bolso. Era mi ropa de trabajo que yo llevaba para casa, para lavar, pero que usadas y todo, estaban infinitamente en mejor estado que lo que llevaba él puesto.

Durante mucho tiempo, cada vez que el mendigo me veía por las calles, en las inmediaciones del lugar donde nos habíamos conocido, me saludaba haciendo gestos y a los gritos:

- ¡Raul, Raul!


Sin palabras

- Me gustaba ir de mañana al Don José, era más tranquilo, por la tarde siempre había mucha gente y, el mal olor habitual, se hacía más inaguantable, por la aglomeración. Incluso, la gente que encontrabas en esos amontonamientos, era un poco agresiva.

Nunca me había pasado,- relata Raul, divertido, - tratar de comunicarme con alguien que no me respondía. Dentro del baño del cine Don José, con ese gordo que era muy lindo, nos pusimos de acuerdo con los gestos silenciosos que formaban parte de los códigos de todos. Cuando ya estábamos fuera, traté de proponerle un lugar donde ir para estar más tranquilos, me mira y no dice nada. Probé una vez más y nada. Yo ya no sabía qué hacer, empezaba a pensar que no iba a pasar nada. Él era todo lindo, de los más lindos que ya vi en mi vida, con una pija enorme y linda. Un oso divino. Pero yo le hablaba y él no me respondía nada.

Por suerte, cuando ya creía que lo perdía, me di cuenta que era sordo mudo. Entonces, saqué una libreta y una birome que llevaba siempre conmigo y comencé a anotar en papel lo que yo quería decirle. El me escribía las respuestas y nos pusimos de acuerdo bien rápido. Ahí nos fuimos a un rincón tranquilo dentro del mismo cine y pasó lo que tenía que pasar.

Fue muy, muy bueno. Tanto que nunca lo olvidé.

(Continuará)

sábado, 26 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte diez)

De bar en bar

- En uno de los baños listados, el de la estación Santana del subte,- cuenta Raul, - veo una noche un ejemplar de hombre que colmaba ampliamente todas mis fantasías. Pensé que nada iba a suceder, pero igual me acerqué. El tipo estaba de pija parada y tenía mucho para mostrar. Todo era ideal: el tamaño de hombre, su aspecto viril y el tamaño de lo que mostraba como anzuelo en los mingitorios. Haciendo uso de los códigos comunes, miradas cómplices que no necesitan más explicaciones, nos entendimos. Salimos del baño y ya en la plataforma de la estación nos ponemos de acuerdo para ir a un telo bien ordinario que quedaba en el centro, en la calle Washington Luis, cerca de la Estação da Luz. Para llegar había que tomar el subte y bajar en la estación Luz, precisamente. Fue entonces, después de bajar del subte, que aquel pedazo de hombre, a poco de comenzar a caminar rumbo al hotel, me pide parar un momento en un bar. Acepté sin problema y veo que se toma un coñac. Seguimos camino y en el siguiente bar se repite la escena. Pensé que necesitaba darse ánimo, -reflexiona Raul.- Antes de llegar habíamos parado en cuatro bares. El hombre ya estaba un poco borrachito.

Finalmente entramos al hotel, que quedaba al final de una escalera en muy mal estado: mugrienta e intimidante. Una travesti atendía la recepción de ese antro sin ningún ánimo. La pregunta de rigor que ella hacía era: ‘Entra y sale, o es para quedarse’, lo que significaba que el cuarto podía ser con llave, si era para quedarse, o con un simple pasador, si el trámite era rápido.

Ya en la habitación el hombre se desnuda y pude ver que era muy hermoso. Yo también me saqué la ropa. Él se había subido a la cama, lo que dejaba su pija a la altura de mi cara. Cuando la fui a agarrar, me aleja la mano delicadamente y dice de manera afectada, todo compenetrado con el personaje:

- No toque, esto es una concha.

Yo ya estaba más que desorientado. Para colmo, la música ambiental del hotel era de lo más previsible, pegajosas melodías pop. Justo en ese momento comenzó a sonar I will survive. Entonces, aquel pedazo de hombre, medio borracho que se creía una mujer, se puso a cantar y bailar, gesticulando como si fuese una diva pop, acompañando la canción.

Me vestí y me fui.”

(Continuará)

viernes, 25 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte nueve)

Casi, casi

- En una oportunidad, como tantas otras, entré al baño del cine Barão. Y vi que en los mingitorios había dos hombres que se estaban agarrando las pijas. - Comienza a narrar Raul. - Me quedé mirando. No quería molestar y la escena era de las mejores, me gustaba quedarme mirando. Cuando de repente, entró la policía. Me asusté y me quedé parado donde estaba, no muy cerca de los dos que se agarraban.

Los policías me pidieron documentos y me preguntaron:

- ¿Cuál es tu nombre y dónde naciste?

Yo respondí, sumiso. No preguntaron qué hacía ahí, por supuesto, porque era
evidente. Y me dejaron ir.

Salí, y atrás mío salieron los policías llevándose detenidos a los dos que se estaban agarrando las pijas en los mingitorios y que yo estaba mirando.

Me salvé raspando.


A los codazos

- Yo tengo una parecida, en un baño, pero con final bien diferente – interviene Carlos. – Estaba en el baño del cine Don José con un levante. Los dos uno al lado del otro, frente a los mingitorios, mirándonos las pijas y pajeándonos. Mientras estábamos en la nuestra, no nos dimos cuenta que habían entrado al baño algunos extraños.

Como había mucho silencio, me siento intrigado y poco después miro para atrás y veo lo que sucede: habían entrado unos policías y se habían quedado callados, atrás de nosotros, mirando lo que pasaba. Los vi con el rabo del ojo y paré; traté de hacerle algún gesto con la cara al que tenía al lado, pero ni me miraba, él estaba muy concentrado en lo que hacía.

El tipo al lado mío seguía dándole, sin darse cuenta de nada. Yo, como el otro no había percibido la presencia de los canas en el lugar, comencé a darle con los codos golpes para que pare. Primero me miró con sorpresa, pero siguió como si nada, todo compenetrado en su tarea.

Cuando ya teníamos a los tiras encima, el pobre tipo va y acaba. Con los policías mirándolo, trata de disimilar apretándosela y se ensucia todo. Los uniformados preguntan entonces que está pasando. Intentamos disimular, susurramos alguna excusa ingenua y, claro, tratamos de negar todo lo que estaba a la vista. Porque el tipo a mi lado no se soltaba la pija. Los policías lo obligan a mostrar y ahí se ve que se había salpicado todo.

(Continuará)

jueves, 24 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte ocho)

¡Propinas no!

- En muchos de los baños a las que íbamos de levante había una persona que se
encargaba del mantenimiento y la limpieza. Y por ese servicio, además del sueldo, ganaban algunas monedas que les dábamos de propina los usuarios. - Relata Raul.

- En el baño del cine Marabá trabajaba realizando ese servicio un hombre, bien
masculino. Era serio y tranquilo, bien discreto y, todos los que frecuentábamos regularmente el baño del cine, le dábamos algo al entrar y él se encargaba de mantener el lugar, de que hubiera lo necesario, de limpiarlo un poco.

Una noche llegó al baño una de esas maricas que se creen que son la reina de Saba: un tipo alto, elegante, cincuentón, con un impermeable claro y largo hasta las rodillas, acompañado de un chongo importante. El empleado, conocedor de las rutinas, le abrió la puerta de un box y estiró la mano pidiendo la consabida colaboración, siempre pequeña, unas moneditas, no más. La loca elegante y soberbia le dijo que no, que ya tenía su sueldo, que no le correspondía a ella darle propina .Y se cerró en el privado.

El trabajador, después que se cerró la puerta del cubículo, con toda serenidad, agarró su trapo de piso, lo pasó a conciencia por todos los rincones del baño, sin olvidar ni salpicaduras de orina, ni restos de deposiciones, ni eyaculaciones varias. Llenó el balde con agua. Lavó el trapo mugriento, lo enjuagó, lo estrujó. Sacó el trapo, lo dejó a un costado y con el balde lleno de agua mugrienta se paró frente a la puerta donde el arrogante miserable estaba con su acompañante y, sin perder la calma, lanzó el inmundo contenido del balde por sobre la puerta. Segundos después, en silencio y avergonzado, salía el que lo había tratado de humillar, con todas las ropas mojadas de aquella agua repugnante.

Los presentes felicitamos la acción del trabajador, condenando implícitamente la actitud del usuario que no dejaba propinas.

(Continuará)

martes, 22 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte siete)

“Toda desviación era un crimen imperfecto,
que había que corregir y donde se podía
hundir el escalpelo del ojo voyeur que
cortaba y pegaba rasgos para construir
arquetipos, modelos, conductas con supuesto
estatus científico.”

Diego Trerotola


De baños

La sotana entre los dientes

- Dentro de los cubículos de los baños públicos uno podía encontrar las situaciones más impensadas.- Recuerda Raul. - Pero en el baño del segundo piso del Aeropuerto de Congonhas se vio la escena que, para mí, fue la más sorprendente. No porque los dos hombres intentasen las posiciones más acrobáticas de las practicadas en esos lugares, por lo general, de espacio reducido. Sino por los personajes –y sus investiduras- que protagonizaban la escena que fue vista.

Raul hizo una pausa, tomó un poco de gaseosa. Después siguió con el relato:

- Bueno, había en aquel aeropuerto un supervisor de Infraero (la empresa que administra los aeropuertos en todo Brasil) que era muy pesado, que quería revisar cada rincón del aeropuerto, para certificar que todo estuviera en orden. Es que hubo un momento en que desde la administración del aeropuerto se quería desalentar todo el puterío que sucedía en los baños. En una de sus recorridas encontró una puerta de baño para discapacitados cerrada, trabada. El supervisor no estaba solo, lo acompañaba, entre otros, una compañera mía de trabajo, que fue la que me contó la anécdota. Ante la imposibilidad de abrir la puerta, el comentario lógico de alguno de los presentes fue:

- Debe estar ocupado.

Pero golpearon y nadie respondió. El funcionario insistió que había que abrir la puerta, porque podría estar trabada dificultando el servicio, alguien podía estar encerrado y con algún problema o vaya a saber qué otra cosa podía haber sucedido. Mi compañera, que tenía una llave maestra –y suponía qué cosa debía estar pasando allí-, accedió a abrir aquella puerta para que el supervisor vea finalmente con sus propios ojos y se deje de molestar de una vez por todas.

Cuando se abrió la puerta del box, ven, como mi compañera sospechaba, dos hombres dentro del mismo, inmóviles y en silencio: uno era un cura que, con la punta de la sotana entre los dientes para tener mayor libertad de movimientos, le daba atención a un comisario de a bordo que, con el pantalón y el calzoncillo por los tobillos y la chaqueta del uniforme levantada tapándole la cabeza, entregaba el culo con todo placer. Estaban como congelados, habían escuchado que llamaban y esperaban, sin moverse y en silencio, que se vayan los inoportunos que golpeaban. Pero abrieron la puerta y los sorprendieron jugando a las estatuas.

Fue la imagen más felliniana de las que recuerdo, -concluye Raul, - entre las que se contaron en aquellos años.

(Continuará)

lunes, 21 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte seis)

Merece ser un libro

Pasamos, sentados a la mesa de aquella pizzería, más de cuatro horas, unos relatando, otros escuchando. El tema: los años dorados de su vida gay en las calles de San Pablo – más anexos ineludibles- en el recuerdo de Carlos y Raul. Relato crudo, sin filtro, sin edición, sin juicio de valor. Con la urgencia de quienes sienten que todo tiempo pasado fue mejor, y se aferran a la memoria, a la nostalgia, sin intención de iluminar su presente. Solo recordar.

Los mozos, a esta altura de la noche, ya nos miraban con poca simpatía y cierta molestia, por el espacio que seguíamos ocupando a pesar de que hacía largas horas que ya no consumíamos más que alguna bebida esporádica.

Sugerí entonces que dejásemos el lugar. No solo por las miradas inquisidoras de los mozos, sino porque ya no había asentaderas que aguantaran más aquellas incómodas sillas –como las de todo lugar público que se precie de hacer rotar su clientela-; a lo largo de la noche ya habíamos intentado todas las posturas posibles para mitigar la dureza –no placentera- que recibían nuestras partes nobles.

Carlos –que no dejaba de reiterar su satisfacción por haber encontrado en Raul quien confirme sus anécdotas- insistió una vez más, como lo había hecho no pocas veces a lo largo de la charla de aquella noche, con la idea que todas esas historias merecían no morir en el olvido.

- Esto hay que escribirlo en un libro, para que se sepa que esa época existió y cómo fue. ¡Lo buena que fue! – Argumentaba.

Me quedo pensando ¿con qué objeto se debería escribir aquel libro? ¿Hacer tan solo una crónica? ¿Intentar un análisis de esas experiencias? ¿Buscar provocar algún tipo de reflexión? ¿Encararlo como un aprendizaje? ¿Establecer una búsqueda para comprender aquellas conductas en aquel contexto? ¿Argumentar qué pueden significar esa enorme cantidad de anécdotas? ¿Bosquejar un análisis sociológico de ese grupo tan heterogéneo y singular? ¿Preguntarnos qué nos dejaron esos años? ¿Ponerles nombre y apellido reales a todos aquellos personajes que el cine, el teatro, la literatura nos contaban que existían, con esas vidas obligatoriamente ocultas, a veces sórdidas, siempre sufrientes?

Personalmente me importa poco si se ponían lentejuelas en el culo, si eso los hacía felices. Me interesa entender qué significó ese gesto: el de querer conquistar una superficie de placer (no el de ponerse lentejuelas en el culo). ¿Valdrá la pena hacer una exégesis de esas historias o cada uno sacará sus propias conclusiones?

Me inquieta también esa necesidad de construir un permanente discurso en torno a lo genital, que ya anteriormente, tantas veces, en circunstancias similares, me había llamado la atención.

La respuesta a ese interrogante, a ese por qué, no era tan difícil. En el tiempo de las experiencias vividas estaba fuera de toda posibilidad verbalizar simplemente aquella experiencia. Ni en casa, ni en el trabajo, ni con los amigos (que no fueran los del ambiente). Solo entre pares - aunque hayan pasado más de veinticinco años-, se puede hablar sin tapujos de lo que es esencial. Sin necesidad de ocultar nada, ni de camuflar, ni de soslayar. Hablar de levantes, de tamaños de pijas, de pajas colectivas, de sexo grupal, de puterío simple y llano como un desahogo de tantos años de simulación.

Y estaba también esa necesidad, en el mantra de Carlos, de que esa memoria no se pierda. La voluntad de que aquel tiempo de encuentros -hechos posibles contra todo y contra todos-, y todo aquel sexo consumado, no se olvide.

Nos fuimos retirando de la pizzería muy lentamente, como queriendo prolongar el instante, un poco en silencio. Rumiando lo hablado y escuchado.

Quedaron las fotos de aquella cena. Y unas cuantas historias.

(Continuará)

domingo, 20 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte cinco)

Coincidencias, solidaridades y tragedias

Por esas cosas que tiene el azar, Carlos y Raul, no frecuentaron los mismos ámbitos educativos, ni de niños, ni de jóvenes. Pero sí los dos, terminada su formación, se presentaron a concurso público para conseguir su primer trabajo. Los dos superaron la instancia de selección sin inconvenientes. Y esta vez sí, quiso el azar, que los dos trabajasen, en los mismos años, en la misma dependencia pública.

- ¿Trabajaste en el aeropuerto de Guarulhos? - Se seguía sorprendiendo Raul. - Yo también. Trabajaba en la aduana, en la Terminal Uno de pasajeros.
- Y yo en la Terminal de Cargas.- Dijo un también sorprendido Carlos, en esa noche que parecía seguir guardando sorpresas impensadas.
- Entonces,- preguntó Raul- ¿habrás conocido a un gordo que trabajaba allí, uno de los jefes de nombre José Eduardo, que entre nosotros llamábamos José Enjoado?
-Sí, -afirmó Carlos, - claro que lo conocí. Y tengo una historia para contar sobre él. Como era mi superior, me cambió de lugar de trabajo para que esté más cerca de él, un puesto mejor, claro. Yo primero pensé que me estaban promoviendo, pero cuando vi que lo que quería no era mejorar mi situación laboral, sino tener algo conmigo, lo encaré y le dije: si el precio que tengo que pagar para estar acá, en este lugar mejor, es ese, me vuelvo a mi sector anterior. Y me volví a mi antiguo puesto.
Raul no lo podía creer, no tenía consuelo. Se lamentaba:
- ¿Pudiste hacer algo con José Enjoado y lo dejaste pasar? Yo estaba loco por hacer algo con él.

Como toda subcultura, aquella también tenía sus códigos propios, sus formas de comunicarse, dar señales o avisos.

- Si el lugar se ponía peligroso, por la presencia de la policía o lo que fuera, - recuerda Carlos, -bastaba con que uno se quedase en la puerta y se frotarse los dedos de una mano, con el puño casi cerrado sobre el pecho y el pulgar hacia afuera, para que se sepa que no había que entrar a ese lugar. Que el lugar estaba “sucio”.

La solidaridad con los pares, aunque no se los conociera más que de vista, funcionaba aceitadamente. Se cuidaban unos a otros.

Pero hubo un momento de desconcierto.

Como toda charla entre gays que atravesaron los años ochenta y la pueden contar, no faltó la mención a la epidemia de HIV-Sida que avanzó a lo largo de aquellos años y se llevó a numerosos habitué de aquellos baños, cines, saunas y estadios.

- Tuvimos suerte, la podemos contar,- relata Carlos, con los ojos un poco húmedos, como exorcizando el recuerdo.- Pensar en todos los lugares que mencionamos esta noche, toda esa gente que conocimos. Da un poco de nostalgia, ¿no? Quiero decir cuando podíamos tener sexo por diversión, sin pensar en peligros, verdaderos peligros. ¡Aquellos saunas donde te encontrabas un montón de hombres casados que siempre repetían su misma muletilla: que esa era su primera vez! Y claro que nos hacíamos solidarios con ellos y, generosos, nos ofrecíamos a ser sus iniciadores. ¡Qué buenos tiempos aquellos cuando la “tía maldita” no existía! Todo acababa en fiesta, era un tiempo maravilloso. ¡Si hasta sonaba de fondo la música de Agnaldo Rayol! La principal preocupación era cuál de todos aquellos hombres maravillosos elegir para ir a la cama. ¡Había tantas opciones, tanta abundancia, tantos hombres deliciosos! Pero ahí me despierto y me doy cuenta que estamos en 2011. Hoy entrás a un cine o a un sauna y gastás suela de ojota o de zapato y no encontrás nada bueno.

En aquellos años, en el peor momento de la epidemia, era llegar a los lugares de encuentro y enterarse cada día de un nuevo amigo que ya no estaría más, que no sería parte de la fiesta. Hasta hubo un listado, pegado en una de las paredes del baño del Don José, que reunía los nombres de los que nos iban dejando.

La mayoría de aquellos hombres, los que circulaban por aquellos ámbitos, no habían hecho pública su condición sexual. Muchos de ellos casados, con esposas, hijos, nietos; otros con situaciones familiares complejas, padres que no querían saber nada de la sexualidad de sus hijos. Muchos tenían trabajos por cuidar: la amenaza de ser despedidos por ser lo que eran, era bien real. Entonces, con todas esas limitaciones, no se podía aparecer en un hospital y anunciar simplemente de dónde se conocía al paciente. ¿Quiénes éramos nosotros?

La pregunta final de Carlos me dejó un sabor amargo. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Los herederos, los sobrevivientes, los que se deben ocultar, los que la sociedad tolera? ¡Mierda! ¿Cuánto falta para que se acaben las diferencias?

(Continuará)

sábado, 19 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte cuatro)

Igualdad para todos

- ¿Y vos? – Me dirigía a Carlos. – ¿Cómo fue al comienzo?
- No sé si fue mi primera vez o mi primer hotel, - piensa Carlos en voz alta. – Me acuerdo sí de los escalones que crujían a cada pisada nuestra, para llegar a un hotel lamentable al final de una escalera terrorífica. Vimos, con mi acompañante de esa ocasión, cómo entraron varias parejas de hombres en ese hotelito. Luego de una larga espera en el hall de entrada, cuando nos toca nuestro turno, el empleado pregunta:
- ¿Dos hombres van a entrar?
- Sí, dos hombres, ¿y qué? ¿No se nota que somos dos hombres? ¿Qué, tiene algún problema? Entraron varias parejas adelante nuestro, muchas de dos hombres, ¿qué tiene de extraño?

Yo estaba como loco, - explica Carlos. - El tipo bajó la cabeza y nos dio el ingreso a la habitación. Era uno de esos hoteles tan ordinarios que te daban el juego de sábanas limpias y vos mismo te tenías que hacer la cama. Cuando entramos, nos sacamos la ropa y al sentarnos en la cama, crack, la cama que se rompe y quedamos con la cama en el piso.

Pero no íbamos a perder el turno reclamando que nos den otra habitación. Tiramos el colchón al piso, hicimos lo que teníamos que hacer y cuando salimos le avisamos al encargado que la cama estaba rota. ¡La bronca que tenía ese hombre!

Un completo listado

En las anécdotas que se sucedían sin interrupción en la narración de Carlos y Raul, fueron nombrados infinidad de lugares por los que en aquellos años se deambulaba. Cines en decadencia del centro de la ciudad como Don José, Barão, Marabá, Ipiranga, Paisandu, Ouro, Art Palácio, Arouche, Coral, Comodoro, Copan, Metrópole, Marrocos. Cines de la Avenida Paulista, muy elegantes y lujosos, como el Astor, Rio, Liberty, Bristol, Gazetinha y Paulistano. Los baños de las estaciones de subte: Sé, São Bento, Santana, Paraíso, Jabaquara, Ana Rosa, Vila Mariana, República, Barra Funda. Espacios comerciales como Mappin y Mesbla. O de lugares público como los baños de aeropuertos: el que estaba al lado de la sucursal del Banespa en el Aeropuerto de Congonhas, o el que aún existe, al lado de la sucursal del Banco do Brasil, en el Aeropuerto de Guarulhos. Los saunas explícitamente gay: For Friends, Bel Ami, Danny, Balneário Amazonas (conocido como Mafalda), Champion, Fragata 69, Le Rouge. O los saunas que no lo eran, pero se podían frecuentar sin peligro, como el que estaba en el barrio Santana, frente al presidio femenino, en la Avenida General Ataliba Leonel. Y los lugares menos pensados como la Galería Prestes Maia, la plaza Don José Gaspar, la plaza de la República, el Parque Trianón en la Avenida Paulista, el Teatro de Ópera, el Parque de Iburapuera, etcétera. Y finalmente aquellos territorios que, por su apariencia exclusivamente hétero sexista, quedarán -en la historia oficial- fuera de los anales que describen los territorios donde los hombres que aman otros hombres encontraban compañeros ocasionales (o no): los estadios de fútbol.

- Lo notable,- aclaraba Raul-, es que salíamos con dinero suficiente como para pagar ingresos a varios cines cada noche, si eran los del centro, claro. Ya los de la Avenida Paulista, más elegantes, costaban mucho más caro y no se podía pagar tantas entradas caras por noche. Pero en el centro, circulábamos de cine en cine, encontrando las mismas caras en diferentes lugares, a lo largo de una misma noche.

El Centro de San Pablo, desde finales de los años setenta, estaba en franca decadencia. Decadencia que en la década del ochenta -rememorada aquella noche- se acentuaría al retirarse de allí los Bancos y las principales actividades financieras hacia la Avenida Paulista, nuevo centro neurálgico de la ciudad. También los lugares comerciales comenzaban a trasladarse hacia los shoppings y, lo que había sido un circuito elegante algunas décadas atrás (con proyectos arquitectónicos importantes como los cines Ipiranga, Barão, Metrópole – que tenía imponentes espejos y una araña de enormes dimensiones digna de un palacio- y Copan; o ejemplos del kitsch lujoso como el Marrocos; o cines arte como el Arouche) en aquellos años había ido quedando relegado a públicos menos exigentes: el de los hombres que no tenían el mismo derecho que otros a establecer sus territorios de placer en los mismos lugares de la ciudad.

Porque como dice George Orwell en Rebelión en la granja, en toda sociedad igualitaria, siempre hay ‘algunos que son más iguales que otros’. Y los hombres que se aman entre sí, es sabido, eran (y somos) algunos de los menos iguales.

Sucedió entonces que aquellos cines, ante la posibilidad de cerrar definitivamente sus puertas, fueron transformándose en cines porno. No es que los cines, a secas, no hayan sido antes de esos años un lugar de levante, solo que las leyes del mercado se conjugaron para que entonces naciera ese peculiar lugar de circulación y encuentro; lugar donde, más fácilmente y sin error, se podría encontrar lo que se buscaba. Así, desde finales de los años setenta hasta mediados de los noventa, los cines porno se sumaron a aquellos otros territorios (baños, saunas, lugares públicos, transportes) que ya habían sido incorporados por aquellos hombres, en su urgente búsqueda de placer, a su coto propio.

(Continuará)

viernes, 18 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte tres)

Aprender de la experiencia (propia o ajena)

Por mi parte, dado que no frecuenté en mi juventud los habituales circuitos de baños, cines, saunas o estadios, seguía con enorme interés el hilo de la charla. Al haber comenzado mi propia iniciación en la vida de la comunidad LGBT a los cuarenta años (hasta entonces había sido uno más de los que se ocultaban obstinadamente en el closet), fue en las experiencias de los que sí habían sido protagonistas y habían recorrido esos espacios (como Raul y Carlos recordaban esa noche haberlo hecho) que busqué la arqueología reciente de lo que yo vivía como gay de siglo veintiuno.

Mucho me había ayudado a entender aquellos rituales de baños y persecuciones el documental de William E. Jones, Tearoom, armado a partir de un crudo testimonio, obtenido clandestinamente por la policía de la ciudad de Mansfield, en Ohio, mediante cámara oculta, en un baño público de esa ciudad de los Estados Unidos, a comienzos de la década del ’60. Material que fue luego utilizado para condenar a la cárcel a los hombres que mantenían relaciones sexuales entre ellos en ese baño público.

Lo que puede verse en el documental, en cuanto el tipo de ritual que se establecía en aquel baño en 1962, es idéntico a las situaciones que se daban (y se siguen dando) en los baños públicos de cualquier ciudad del planeta. Hombres entrando subrepticiamente a uno de estos servicios públicos y estableciéndose allí, a la espera de la llegada de quien pudiera ser, ocasionalmente, su objeto de deseo. Los mismos códigos que usaban los deseantes hombres americanos se reproducen en Berlín, San Pablo o Buenos Aires. Las rutinas –obvias- no difieren ni por la latitud ni por la longitud en que una ciudad esté ubicada en el mundo.

También, por supuesto, en mi introducción al universo gay estuvieron los libros. La literatura me había dado algunas pistas de lo que había sido la construcción de ese etos tan particular. Basten de ejemplo la cruenta descripción del Londres victoriano de Oscar Wilde en su Teleny y el fresco del Buenos Aires de mediados del siglo veinte que propone en La brasa en la mano Oscar Hermes Villordo, entre tantos textos que me confirmaban que yo no era un ejemplar único, aunque sí, menos frecuente y menos aceptado.

Pero fueron otros dos los textos que, principalmente, me ayudaron a entender ese momento de la vida del mundo gay -que se recordaba aquella noche-, tanto en Buenos Aires como en San Pablo.

Mientras Fiestas, baños y exilios, la prolija investigación de Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli, me estructuró el panorama de la que fue la vida gay de Buenos Aires (y Argentina en general) durante la segunda mitad del siglo veinte, para dejar claro que el universo LGBT pasó a ser un territorio más víctima de la era de las privatizaciones; ya no por haber pasado de la esfera del estado a la órbita de las multinacionales, sino por haber sido trasladado del espacio público –baños, calles-, donde se realizaban las incursiones de búsqueda y caza, al ámbito de los lugares ‘específicos’ para el encuentro homosexual.

Fue La prostitución masculina, del sociólogo y militante del primer grupo de defensa de los derechos de las minorías sexualmente excluidas –el Frente de Liberación Homosexual-, el argentino radicado en San Pablo, Néstor Perlongher -en su aproximación al trabajo de los michés de la mayor urbe de Sudamérica- el que me había presentado ese notable espacio físico dentro de la ciudad, por donde circuló aquella anónima multitud -de la que Carlos y Raul formaron parte-, que hoy llamamos comunidad LGBT, en los años ochenta.

Ritos de iniciación

Me intrigaba saber cómo ellos se habían iniciado en aquellas rutinas.
- ¿Hubo alguien que les pasó alguna información, de cómo relacionarse en esos lugares? ¿Una especie de Cicerone? – pregunté.

Entonces Raul contó:
-A mí me gustaba -y me sigue gustando- mucho el cine. En esos años, antes de la aparición del video y la televisión por cable, iba seguido a las salas a ver películas. Veía de todo, estrenos y clásicos en ciclos de retrospectiva. Y ya de muy joven, a eso de los dieciséis años, comencé a notar que en los baños de los cines pasaban cosas. Tanto en San Pablo, donde vivía, como en Río, a donde venía con frecuencia de paseo o en Recife, donde iba cada verano a visitar a mi abuela y a pasar las vacaciones.

Al principio no me involucraba con nadie, hasta que un día vi en el baño del cine Metrópole de San Pablo, -que todavía era una sala elegante en aquellos años a pesar de estar en el centro en los años de decadencia-, alguien que no podía dejar pasar: un hombre gigante, de casi dos metros, todo redondo, muy peludo y con una pija enorme. El tipo estaba parado frente a un mingitorio con la pija parada. Yo no sabía cómo manejarme, qué hacer, pero finalmente establecimos contacto, saben, miradas, movimientos de cabeza como señalando un rincón. Y nos fuimos a un box, y yo, que no sabía cómo seguir adelante le pregunté:
- ¿Me saco la ropa acá?
El me dijo que no, que íbamos a salir de allí e iríamos a un hotel. Salimos y al cruzar la calle, frente a aquel cine, estaba el Hotel Eldorado Boulevard.
- ¿Entramos en este?
Le pregunté. - Seguía contando Raul-. El hombre sin mirarme me dijo:
- No, en ese no, en aquel, - me respondió, señalando uno un poco más alejado.
Era el Hotel Del Rio, un hotel muy feo, viejo y sin ninguna comodidad. Para que tengas una idea, la habitación a la que entramos, ni baño tenía, apenas una piletita mugrienta en un rincón.

Fue mi bautismo de fuego. – Cierra el recuerdo Raul.-Y de ahí en más fui aprendiendo,
de solo seguir frecuentando los mismos lugares, mirando cómo se manejaban los otros, aprendiendo las rutinas, los códigos.

(Continuará)

jueves, 17 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte dos)

Un mismo tiempo y lugar

- Por supuesto, - se enorgulleció Carlos, respondiendo a la pregunta de Raul. -Arrancaba siempre por el Don José…
- Yo también, - exclamó Raul, gratamente sorprendido.
- ¿El Don José era exactamente qué...? - Pregunté tímidamente, ante el creciente entusiasmo que ganaba el ánimo de quienes, en los años ochenta, habían coincidido en deambular por el circuito gay del centro de San Pablo.
- El Don José era un cine porno del centro. Era el punto de encuentro. Allí nos juntábamos y era desde donde se salía a recorrer los otros lugares del circuito. - Me informó Carlos, a la manera de un docente comprometido con su vocación.
- ¿El cine se llamaba así o era algún nombre en clave que le daban ustedes? -Interrumpí una vez más, corriendo el riesgo de convertirme en un molesto preguntón. Riesgo que se vio convertido en realidad a lo largo de la noche.
- Era el nombre del cine, y tomaba su nombre de la calle: Don José de Barros. -Respondió Raul.
- ¿Fue algún político, intendente, gobernador? - Yo seguía con mis preguntas.
- No, - aclaró Raul, - fue un obispo de la arquidiócesis de San Pablo.
- No podía tener mejor homenaje, el obispo digo… Patrono del templo mayor de las locas de San Pablo,- ironicé.
Las risas se mezclaron con las pizzas, las bebidas, la música.

Charlas de pizzería

A esa altura yo estaba pensando que podría escribir un post para mí blog con aquella cena y su particular historia: aquel impensado encuentro de dos personas que habían tenido las mismas vivencias, que habían recorrido las mismas calles y los mismos ambientes por más de una década y que no se conocerían hasta veinte años más tarde, en una pizzería, a unos cuantos cientos de kilómetros del lugar de los hechos que los había tenido como protagonistas. Pero la noche avanzaba y cada una de las historias que era contada por uno de ellos se completaba con los aportes y datos que el otro agregaba y todo lo rememorado se sumaba como un amplio álbum de preciados recuerdos. Había más que para un post.

Los ojos de Binho –el más joven del grupo, el que llegó al mundo gay de la mano de internet-, durante toda esa extensa charla, parecían crecer a cada momento, mientras seguía -en silencio- los relatos de las peripecias de los protagonistas (algunas semanas más tarde, Binho, me confesaría que seguía impresionado por todo lo hablado aquella noche).

Emerson, con una sonrisa plácida, aceptaba la afirmación que Carlos hacía cada media hora, cada vez que Raul corroboraba la existencia de los lugares o alguna de las historias estrafalarias que ya le había contado y sobre las cuales parecía posarse la sombra de la duda por los aspectos poco convencionales de lo narrado.

- ¿Viste que yo no estaba inventando? ¿Que esa época fue así? ¿Que existían todos esos lugares? Finalmente hoy encontré alguien que confirma todo lo que te conté en estos años. - Repetía Carlos, como un mantra.

Era el recuerdo de sus veinte y pocos años, de dos hombres que comenzaban su sexta década de vida. Un tiempo que para ellos fue arquetípico, primordial: un tiempo que se identifica con un territorio, un circuito creado por la necesidad de establecer un lugar de pertenencia, cuando parecía que el deseo podía ganar –de alguna manera- el espacio público. Pero aquello no pasaba de una ilusión. El territorio existía, pero también existían la obligatoriedad de esconderse, el peligro de las persecuciones y extorsiones policiales, la tácita y explícita condena de gran parte de una sociedad hipócrita. En el relato no estuvieron ausentes esos costados menos alentadores de la historia, pero la alegría de haber recuperado en esa charla un tiempo que parecía haberse ido para siempre, los iluminaba.

(Continuará)

miércoles, 16 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte uno)

Sábado a la noche

Llamado amigo

Era el atardecer de un sábado de enero. Mucho calor, como corresponde a la ciudad de Rio en esa época del año. El horario de verano de esos días permite extender un poco más la jornada. No mucho. Con Raul, poco después de la caída del sol, planeando un programa placentero para la noche, llamamos por teléfono a Binho, para proponerle salir a cenar juntos, como lo habíamos hecho tantas otras veces durante el último año. Nuestro amigo aceptó con gusto. Nos dijo también, en esa breve charla telefónica, que estaban con él dos amigos de San Pablo, que habían venido a pasar unos días en Río para disfrutar del sol y la playa.
- ¿Los conocemos? – pregunté, curioso.
- Te comenté de Carlos, mi amigo de San Pablo, donde me hospedo cuando voy para allá. Él y su pareja.
- Sí, me acuerdo.
Quedamos en encontrarnos los cinco, en media hora, más o menos – ya había aprendido que en Rio los horarios son solo referencias- en una pizzería sobre la Avenida Nossa Senhora de Copacabana, cerca del comentado posto 6 de la famosa playa carioca.
El lugar, ambientado de acuerdo al nombre, era amplio y juvenil, fresco en su casi penumbra. Binho y sus dos amigos estaban ubicados en una de las mesas que quedan contra el vidrio del frente del lugar. Fue llegar y verlos. Binho hizo las presentaciones. Saludamos y nos sentamos.
Aunque no demoramos en llegar casi nada más que lo convenido, ya habían comenzado a comer. Yo quedé sentado de frente a uno y de lado de otro de los nuevos conocidos. El que estaba a mi lado, un poco compungido, se disculpó.
- Yo propuse que los esperemos…
- No hay problema, - respondí.
Al tiempo que los mozos, con ese desagradable adiestramiento que reciben en los restaurants de tipo rodizio, ya nos ofrecían servirnos – sin un mínimo buenas noches, mucho menos un bienvenidos- diversas variedades de pizzas antes que terminemos de acomodarnos. Repiten los gustos mecánicamente junto a una desganada letanía:
- Mozzarella y pollo con catupirí, ¿acepta?
Antes que puedas negarte al primero, otro ya lo reemplaza en la línea de ofertas:
- Camarón paulista y portuguesa, ¿acepta?
Rechazamos estoicamente con Raul sus ataques arteros y pedimos bebidas frías. Después sí aceptamos, ante la insistencia de los mozos, las primeras porciones de pizza. La charla comenzó entonces, tímidamente. Emerson, el paulista que estaba sentado frente a mí, moreno, robusto, de unos cuarenta años, tatuajes en los brazos me preguntó:
- Vos no sos de acá, ¿no?
Mi marcado acento me delata rápidamente, pero me gusta hacer siempre el mismo chiste:
- Yo. Yo soy carioca de pura cepa.
Respondí tratando de sonar convincente, al tiempo que Binho y Raul me miraban divertidos y, juntos, los tres, largábamos la carcajada ante la cara de estupor de los paulistas.
Aclarado mi origen, mi condición de extranjero, Raul y Carlos, el otro paulista, calvo, de barba canosa y ojos claros, descubrieron que durante el tiempo que Raul vivió en San Pablo –algo más de veinte años- fueron casi vecinos. Ahí surgió la pregunta por las respectivas edades y descubrieron que solo dos años los separaban.
- ¡Qué extraño que no nos hayamos cruzado, siendo de casi la misma edad y habiendo vivido, por poco, casi en el mismo barrio! - Fue la primera constatación de Carlos.
- Y que no nos hayamos conocido en alguno de los lugares del circuito de nuestra época, -amplió Raul, y preguntó. -¿Vos eras de frecuentar algún lugar en esos años?
Ahí la cena pasó a ser un diálogo entre los dos, con el resto de nosotros, como tres espectadores privilegiados.

(Continuará)

sábado, 12 de marzo de 2011

Cosos, una rebelión argentina






En la nueva novela de Edgar De Santo, los Osos se esconden en el nombre.

Hay amor por los cuerpos peludos y generosos.
Hay ejercico de la memoria.
Hay crítica social.
Hay nostalgia.
Hay una historia de reencuentros.
Hay un misterio policial.
Hay personajes desenmasacarados.
Hay descubrimientos de nuevas identidades.
Hay humor.
Hay bronca.
Hay tedio.
Hay erotismo.
Hay una extraña justicia.
Hay momentos para sibaritas.
Hay realismo mágico.
Hay un viaje iniciático.
Hay un viaje involuntariamente postergado.
Hay referencias a los griegos.
Hay capítulos cuyos títulos son increíbles.

Hay que leerla.





Queridos amigos:
Cosos, una rebelión argentina ya está a su disposición gratuitamente en



afectuosamente


Edgar De Santo


tel.0221-483-8656

calle 9 Nº 1286

La Plata

Argentina








Edgar y yo.