miércoles, 27 de octubre de 2010

De la mano y por la calle

Mi mirada ya no es –sólo- la de un extranjero que visita un lugar para conocerlo. No estoy aquí, en Rio de Janeiro, como turista. Yo vivo aquí. Por eso, todas las prácticas culturales me afectan, no como a alguien que está de paso sino, como a una persona que comparte la vida cotidiana en esta delimitada geografía.

Conocer la historia, la literatura, la sociología, el cine, la música, el deporte, la política, la cultura, las pasiones de estas latitudes es parte de mi formación como persona que vive en un determinado país. Y si bien encuentro más similitudes que las que podía imaginar con mi tierra natal, hay costados de la realidad brasilera en los que las diferencias no me alegran.
No hace mucho, los resultados de una encuesta sobre las pasiones nacionales de los brasileros, me produjeron bastante gracia. ¿Por qué? Porque entre las pasiones nacionales, además del fútbol, el carnaval y la cerveza, están los culos (bundas). Y para ser estrictos, el primer lugar, la pasión nacional más extendida a lo largo y a lo ancho de este país-continente son, nada más ni nada menos que: los culos.

La imagen de Brasil, fuera de sus fronteras, es la de un pueblo absolutamente liberal. Y la constatación dentro de las mismas, no es tal. La amenaza creciente de los fundamentalistas religiosos jaqueando a los políticos es una muestra.

En 2008, cuando aún vivía en Buenos Aires, participé de una reunión de las Autoridades del Mercosur para los Derechos Humanos. La posición de Brasil, sus documentos y el apoyo gubernamental a las iniciativas en reclamo de los derechos LGBT, me llenaron de envidia. Brasil fue el primer país del mundo en realizar una Conferencia LGBT y en tener el primer presidente en presentar un Programa Nacional para este sector de la población.




Sin embargo, no todas son rosas. Ya he mencionado alguna vez en esta columna la notable revista Caros Amigos. Allí pude saber que “Brasil es el campeón mundial en crímenes por odio sexual” (Caros amigos 148, pág. 20-21).


Mucha contradicción.


El país con la Parada Gay más numerosa del mundo, con iniciativas para nuestra comunidad más que elogiables y con el record mundial de crímenes contra gays, lesbianas y travestis.
Antes del primer turno de elecciones nacionales, mi amigo, el argentino Bruno Bimbi, que está cursando una maestría en letras, aquí en la PUC de Río, envió al periódico O Globo -y consiguió que le publiquen- una carta de lectores donde señalaba que le tema del matrimonio entre personas del mismo sexo estaba ausente del debate pre electoral. Entre los numerosos comentarios, los que sobresalían no eran los que defendían “los mismos derechos con los mismos nombres para todos”, sino los que invitaban al argentino a volverse a su país.
Por las calles de Rio vi, algunas veces, no muchas, mujeres de la mano en clara muestra de valor, de desafío; diciéndole a quien quiera darse por enterado que su amor no es invisible. Por otro lado, nunca vi por las calles a dos hombres dando ese tipo de señales de afecto.


Nos sorprende a quienes no nacimos cariocas, el volumen usado para hablar. En su trabajo Casa-Grande & Senzala, el sociólogo Gilberto Freyre intenta una explicación del por qué de los brasileros hablan alto: en varios siglos de sistema esclavista, el recibir órdenes a los gritos, trajo como respuesta que, cuando pudieron hacer oír su voz, los habitantes libres comenzaron a hablar a los gritos. Dicho por Chico Buarque de manera inmejorable: “O que será que estão falando alto pelos botecos”.



No somos invisibles, somos iguales a los demás. Y si los impuestos que pagamos las personas LGBT son los mismos que los impuestos que pagan las personas que no lo son, si las obligaciones ciudadanas son idénticas para todos, los derechos que exigimos, son los mismos y con los mismos nombres. Creo que es tiempo de gritar ante tanto avance religioso que quiere condenarnos, una vez más como lo hicieran tantas veces a lo largo de la historia, en pleno siglo XXI.
No creo que los políticos brasileros lean este comentario (bueno, nunca se sabe), pero sí creo que si todos los que formamos parte de una sociedad, exigimos los derechos que nos corresponden, los que tienen la obligación de legislar para todos (y en “todos” se incluyen a “todas las minorías”), deberán legislar de modo que todos seamos tratados como ciudadanos de una única clase y ya no, como de segunda, no merecedores de los mismos derechos. Y, sobre todo, mantener un estado laico, que no se deje presionar por ninguna religión, sea esta de la creencia que sea.



Mientras no haya una legislación que garantice la igualdad, mientras no se legisle para castigar todo tipo de discriminación (y agresión) contra las distintas formas de la diversidad, seguirá existiendo una deuda para con una importante porción de la población.
Cuando esto se revierta, cuando la legislación no discrimine, podremos salir por las calles de la mano, hablando alto sobre nosotros, sobre nuestra identidad, sin temor a ser discriminados, agredidos, estigmatizados o asesinados.

viernes, 22 de octubre de 2010

BearCity

En el cine y la televisión, actores gordos que hacían que nuestra fantasía volase, siempre hubo. Historias de amor homosexual, involucrando uno o más hombres bien masculinos, robustos, panzones, también (cómo olvidar a John Goodman y Dan Aykroyd en Normal Ohio, 2000, historia de amor entre dos gorditos, de la que se filmaron 13 episodios pero solo 7 se emitieron).
Cuando en 2005, en el marco del BAFICI se estrenó Cachorro (2004), la película española dirigida por Miguel Albaladejo, parecía que un sueño casi imposible se hacía realidad: ver en la pantalla grande retratada la vida cotidiana de un grupo de hombres que se identifican con un modelo de relacionamiento específico. Aunque la película se centraba más en la atención que un tío debía dar a su sobrino, el mundo de los Osos era el marco en que la historia se desarrollaba.
Luego otras historias de Osos fueron apareciendo en el cine: A dirty shame, de John Waters, también en 2004 presentaba una familia de Osos entre su provocadora galería de personajes inusuales; en 2007, Juan Flahn colocaba a una pareja de simpáticos Oso como protagonistas de Chuecatown, un policial humorístico delicioso.
Este 2010, como parte de la sección Mundo Gay, del Festival Internacional de Cine de Rio de Janeiro, se presentó –y tuve la suerte de ver- BearCity, una comedia romántica ambientada totalmente en un mundo de Osos.

El hall del cine la noche del estreno.

Lamentablemente la película no consiguió estrenarse comercialmente, ni siquiera en Nueva York, donde transcurre la historia. Se espera para noviembre la edición en DVD y allí la posibilidad de verla en todos los rincones del planeta.

Joe Conti, uno de los protagonistas, pasando al lado nuestro, antes de la película.

La foto a continuación es de la fiesta que se realizó luego de la presentación. El productor ejecutivo y algunos de los protagonistas compartieron una fiesta de Osos en la noche de sábado de Rio de Janeiro.


Algunos de los Osos de Rio, en el festejo.

domingo, 17 de octubre de 2010

Viajadas y leídas

Cuando llegué al mundo de los Osos de Buenos Aires, a mis casi cuarenta años, una de las primeras recomendaciones que recibí de uno de los Osos vernáculos fue: “no creas todo lo que te digan, porque acá, como dice el dicho, todas somos viajadas y leídas”. Y aunque en muchas oportunidades pude constatar que el dicho era cierto, también encontré que muchos de los que circulan por el universo osuno pueden, con autoridad, hablar de sus viajes y sus lecturas.
Pero eso no es lo habitual. En las charlas entre Osos (y gays en general) el discurso guarro, procaz, marginal, el que no ahorra detalles al describir las historias de levantes, teteras y puterío en general, gana por goleada frente a las conversaciones que circulan por otros territorios -por nombrarlos de alguna manera- más viajados y leídos.
Hay como un orden invertido. Pareciera que aquello que pudiera ser más del ámbito de lo privado, es traído permanentemente al discurso (y hecho público), que aquello que pareciera ser más apto para ser exhibido; aquello más políticamente correcto.
Como ya mencioné en otro artículo, mi búsqueda de libros por estos días en Río de Janeiro está orientada a aquellos textos donde los autores locales me ayuden a tener una mejor comprensión de la idiosincrasia del brasilero promedio y de los distintos estamentos que conforman este pueblo tan rico y variado en su conformación, tan heterogéneo y singular. Hace algunos días, recorriendo una antigua librería de usados aquí donde vivimos con Raul, en el barrio de Catete, me topé con un libro que me llamó poderosamente la atención. El mentado libro, escrito por Roberto Freire, se llama simplemente “Travesti”. Lo raro, lo particular, no es el término (incómodo, pero hoy totalmente incorporado al lenguaje coloquial cotidiano) que lo nombra, sino que el libro fue publicado en 1978.





Lo primero que vino a mi mente fue la imposibilidad de haberse publicado un libro con un título así en Argentina, en ese mismo año. Si bien los dos países padecíamos sendas execrables dictaduras militares, aquí en Brasil, fue posible que un libro se publique con un título que, en Argentina, hubiera sido impensable. Hubiese sido simplemente prohibido.
Ya en casa, con el libro en mano, busqué en internet datos sobre el autor que me era totalmente desconocido. Así supe que además de escritor, el paulista Roberto Freire muerto en 2008, fue médico psiquiatra, director de cine y teatro, autor de telenovela, letrista, investigador científico, asesor de Paulo Freire en el plan nacional de alfabetización y uno de los primeros editores de la indispensable revista Caros Amigos. Este multifacético brasilero, preso y torturado por la dictadura a fines de los años sesenta, fue el creador de la terapia erótico-anarquista somaterapia.

El libro es, al menos, extraño. El autor reunió bajo el llamativo título dos nouvelles: una de ese año, 1978 y otra diez años más vieja. El autor sostiene que el término –Travesti- es el que mejor define a todos los personajes de los dos textos. Y tiene razón.
Me voy a detener en la primera de las dos novelas cortas (primera en la edición, aunque última en ser escrita), El milagro. Allí Roberto Freire cuenta la vida de Joselin (hijo de José y Linda), quien a sus dieciocho años es expulsado de su casa y de su pueblo por su padre por su condición de homosexual y que adopta el mismo nombre – Joselin, como nombre de guerra- cuando travestido ya, se torna un personaje popular en el circuito gay de San Pablo de comienzos de los años setenta.
Boîtes, sauna y todo el universo de aquellas maricas heroicas que forzaron su incorporación en la sociedad pacata, es retratado fluidamente en ese texto de menos de cien páginas y que logra impactar con algunas escenas que darían pudor hasta el más desvergonzado de los narradores de historias de baños en cualquier latitud.




La historia – de amor, de odios, de traiciones, de venganzas, de vergüenzas, de humillaciones, de tabúes violados, de reivindicaciones, etc.-, los viajes iniciáticos –de ida a San Pablo y de regreso a su pueblo en Mato Grosso-, los escabrosos personajes arquetípicos, el lenguaje – y aquí Freire se convierte en un típico gay en sus temas y su vocabulario-, etc., conforman un texto que deja sin aliento al lector.
A mí, también, me dejó pensando.
Viajamos y leemos por muchos y diferentes motivos: por placer, para aprender, para ampliar nuestro conocimiento, para divertirnos, para distraernos, por curiosidad, etc. Viajar y leer nos permiten sumar a nuestra cosmovisión otros puntos de vista, otras miradas, otras experiencias de vida. Algunos viajes y algunas lecturas amplían nuestro espíritu crítico, otros nos movilizan, nos ayudan a pensar y entender la realidad; están los viajes y las lecturas que nos emocionan, los que nos incomodan, los que nos enriquecen personal y culturalmente. Hay lecturas que nos deslumbran y hay viajes –iniciáticos- que ya no nos permitirán ser los mismos.
Si en alguna librería de viejo se cruzan con este particular texto, mi recomendación es, que no se priven de leerlo. Es un interesante viaje.