jueves, 31 de octubre de 2013

¡Socorro, me persigue un cazador!


 
Cualquier similitud de esta breve historia con la sitcom dibujada por el amigo RubénGauna, es pura coincidencia. Porque aunque algunos sostengan que la vida imita al arte, yo creo, sin embargo,  que ella es -en realidad- mucho más cruel.
 
Hace algunas semanas, al ir a tomar el ascensor para bajar desde el noveno piso en el que vivo, me cruzo con un nuevo vecino. Flaco, alto, muchos dientes. Él ya estaba esperando la llegada de nuestro transporte hacia la planta baja y al verme avanzar por el pasillo entendí que su mirada delataba el mismo brillo libidinoso que la mía cuando veo un gordo maravilloso.
 
Cuando le di los buenos días la cara se le iluminó y su boca intentó dibujar la mejor de sus sonrisas. Pero yo solo podía ver a aquel personaje de pollitos en fuga (¿el nombre era Ginger?), cuando trataba disimular.

 

El azar – ese despiadado- hizo que solo nosotros dos descendiéramos en ese momento y yo viví esos pocos minutos como un viaje a los infiernos. Mi nuevo vecino, que antes de encontrarnos ya estaba con su celular de último generación en la mano y no dejaba de mirarlo, se me aproxima peligrosamente y mostrándome la pantalla del artefacto demoníaco me señala algo que –entiendo- le debía resultar divertido. Y sonreía cada vez más.  Mientras que yo seguía serio como perro en bote.

No volví a verlo por unos días. Una tarde yo estaba hablando por teléfono –esta vez sí- con un gordo maravilloso al que quería convencerlo de venir a casa a pasar un rato y el entusiasmo hacía que mis propuestas fueran cada vez más osadas. Hacía calor (como siempre) y yo estaba cerca de la ventana para refrescarme mientras hablaba por teléfono.

Esa noche, solo en casa (al gordo no hubo forma de convencerlo), estaba sentado frente a la computadora, tratando de escribir algo, en silencio, cuando un ruido casi imperceptible me llega desde la cocina. Me lavanté, curioso, fui hasta la cocina y al encender la luz y revisar para ver si algo se había caído de algún lado o algún visitante indeseado circulaba por allí, descubro en el piso un bollito de papel.

La ventana de la cocina, que da al pulmón del edificio, estaba abierta.  Levanté el papel y al ir abriéndolo, lo primero que leo –escrito con una falta de sintaxis alarmante- es: “Me llamar”. Termino de abrir y la sorpresa dio lugar al estupor. Había un número de celular y una leyenda: “quiero sexo con vos”. Sin firma, sin nada más.

Hice los cálculos, sumé dos más dos, y la cuenta dio que mi vecino escapado de pollitos en fuga había escuchado mi conversación por teléfono y descubriendo que yo hablaba con otro hombre, hizo su movida magistral.

Guardé el papelito para poder mostrarlo a los amigos y que no digan que me había inventado la historia. Y olvidé el asunto.

Al día siguiente, a media tarde, suena el timbre del departamento. Raro. Si fuese alguien de fuera del edificio, hubiesen avisado desde la portería. Por lo tanto era un vecino. Para variar hacía calor y, como es habitual, estaba en casa en mi versión al natural para estar algo más fresco. Me apresuré a ponerme una bermuda y una remera e ir a abrir la puerta. Igual, por precaución, espié por la mirilla y allí estaba mi Ginger, con su sonrisa cegadora.

 


Con mi mejor cara de fastidio abrí. “Sí”, fue todo lo que dije. Y él, con su eterno celular en la mano agitándolo como a una coctelera, responde: “Si necesitás alguna cosa, me podés llamar a cualquier hora. ¿Sí?”. “No necesito nada”, ni gracias le di y cerré la puerta, casi con violencia.

Los dioses del sexo parecían querer decirme: “Viste, ahora sabés lo que sienten los pobres gordos a los que les infiernás la vida.” Cierto, mi nuevo vecino se acaba de mudar y no parece ser de los que desistan rápido.


 

martes, 15 de octubre de 2013

Experiencia cristiano-lisérgica

Tengo algunos amigos que han hecho su experiencia lisérgica. En varias oportunidades les manifesté mi intención de probar. “Sí, seguro, la próxima te avisamos”. Dijeron. Y todavía estoy esperando.
 
Hace algunos años, poco después de haber llegado a vivir a la ciudad de Rio, en una fiesta de Osos me encuentro con dos amigos, P. y J., que a su vez me presentan a un amigo de ellos, R. Con la falta de discreción que me caracteriza -cuando de admirar redondeces se trata- me quedé mirando al gordo que acababa de conocer con los ojos como el dos de oro. P. –gordito y amante de gordos también él-, discretamente, me dice al oído: “no te ilusiones, solo le gustan los flaquitos, jovencitos y un poco afeminados.”

Pero los lectores de este blog me conocen. Eso no iba a ser un impedimento para que no lo persiga toda la fiesta. Y como no apareció aquel “flaquito, jovencito y algo afeminado”, terminamos la noche de la mejor manera. En casa, claro.

Cuando estábamos los dos boca arriba, lado a lado, en la cama, descansando después del primer round, me vino a la memoria la imagen de una película que había visto hacía poco. En el inicio de Bear City el protagonista sueña que tiene sexo con Papá Noel. Y yo, alucinando que ese gordito, de pelo y barba blanca, parecía un Papá Noel, no pude disimular una sonrisa al imaginar que había cumplido mi fantasía desde hacía muchos años.

Él se dio cuenta y me preguntó qué era lo gracioso. Y le di un resumen: “por un momento imaginé que estaba en la cama con Papá Noel”. Y largué una carcajada.

Se puso serio. Se incorporó parcialmente sobre uno de sus brazos y me dijo. “Yo soy Papá Noel”. Pensé que también se reiría pero se quedó serio. Esperó que termine de reírme y repitió. Yo soy Papá Noel. Ahí me agarró un poco de “miedito”. ¿Estaría medio loco? Mis amigos no me habían dicho nada.

Finalmente aclaró. “Hace años que trabajo como Papá Noel para la época de navidad. Ahora estoy con la barba corta porque recién terminó la temporada, pero si me ves cerca de diciembre, no vas a tener dudas.”

“Te creo, totalmente” le dije. “Esperá”. Fui a revolver cajones y encontré un gorro de esos rojos con pompón blanco que se reparten para fin de año. “Poneteló.” Sin decir nada, obedeció. “Ahora vamos a cumplir mi fantasía”.

 


Cuando nos volvimos a encontrar, me dice: “Ya está abierta la inscripción para la escuelita de Papá Noel. Anotate y vamos juntos.” A hace altura yo ya sabía que no era chiste. Agradecí su buena intención, pero no me anoté. Hace un mes recibo un llamado de mi Papá Noel privado. “¿Cómo está esa barba?” “Bien.” “Ya está abierta una vez más la inscripción para la escuelita de Papá Noel” Ya era el tercer año que intentaba convencerme. Para darle el gusto (y para seguir viéndolo…) me anoté.


Al llegar a la primera clase me vi mezclado entre un montón de hombres panzones, de barbas blancas y sonrisas paternales. En cada silla había esperándonos un gorrito típico y allí estábamos, unos 40 hombres maduros, medio disfrazados de un personaje de ficción creado por el cristianismo, dispuestos a tener clases… Me acordé de mis amigos drogones y creí sospechar que ya no necesitaría probar sustancia alguna para alucinar.

A poco de iniciarse la actividad, sin embargo, comenzó la verdadera experiencia cristiano-lisérgica. A cada cosa que decía el coordinador, el animado grupo, en lugar de responder con aplausos o algo parecido, respondía con un “¡Ho, ho, ho!” Casi largo la carcajada, pero me contuve. Es que quería seguir poder asistiendo, porque mi amigo me contó que el día de la prueba de trajes rojos y blancos característicos, los simpáticos barbados quedan en ropa interior buscando el traje que sea de su talle. (Los lectores de este blog que pensaron que este es el real motivo por el que me anoté en el curso, acertaron.)

Después de las palabras iniciales, tomaron lista como en la escuela. Pero en lugar de responder “presente”, los mencionados respondían con un sonoro “Ho, ho, ho”. Y no solo eso: cada uno trataba de darle una entonación personalizada. Ahí ya me costó contener la risa. El efecto que me producía la situación era el mismo que si me hubiera fumado un buen porro.

Antes de salir nos entregaron el cronograma de las siguientes clases. En la próxima: prueba de vestuario. Cuando el despedirme me preguntaron si volvería la siguiente semana respondí (tratando de ocultar mis colmillos que crecían, insaciables): “Seguro, cómo no voy a venir”.