martes, 17 de diciembre de 2013

Gordo puto internacional


En las últimas semanas estuve apareciendo en diversos medios.

 

En Brasil, en el sitio especializado de Osos: Bear Nerd

 
En Argentina, en el blog Tod@s de TN


 
En Canadá, como la cara de los eventos de Bears in Excess

 
 

 

 

  

jueves, 31 de octubre de 2013

¡Socorro, me persigue un cazador!


 
Cualquier similitud de esta breve historia con la sitcom dibujada por el amigo RubénGauna, es pura coincidencia. Porque aunque algunos sostengan que la vida imita al arte, yo creo, sin embargo,  que ella es -en realidad- mucho más cruel.
 
Hace algunas semanas, al ir a tomar el ascensor para bajar desde el noveno piso en el que vivo, me cruzo con un nuevo vecino. Flaco, alto, muchos dientes. Él ya estaba esperando la llegada de nuestro transporte hacia la planta baja y al verme avanzar por el pasillo entendí que su mirada delataba el mismo brillo libidinoso que la mía cuando veo un gordo maravilloso.
 
Cuando le di los buenos días la cara se le iluminó y su boca intentó dibujar la mejor de sus sonrisas. Pero yo solo podía ver a aquel personaje de pollitos en fuga (¿el nombre era Ginger?), cuando trataba disimular.

 

El azar – ese despiadado- hizo que solo nosotros dos descendiéramos en ese momento y yo viví esos pocos minutos como un viaje a los infiernos. Mi nuevo vecino, que antes de encontrarnos ya estaba con su celular de último generación en la mano y no dejaba de mirarlo, se me aproxima peligrosamente y mostrándome la pantalla del artefacto demoníaco me señala algo que –entiendo- le debía resultar divertido. Y sonreía cada vez más.  Mientras que yo seguía serio como perro en bote.

No volví a verlo por unos días. Una tarde yo estaba hablando por teléfono –esta vez sí- con un gordo maravilloso al que quería convencerlo de venir a casa a pasar un rato y el entusiasmo hacía que mis propuestas fueran cada vez más osadas. Hacía calor (como siempre) y yo estaba cerca de la ventana para refrescarme mientras hablaba por teléfono.

Esa noche, solo en casa (al gordo no hubo forma de convencerlo), estaba sentado frente a la computadora, tratando de escribir algo, en silencio, cuando un ruido casi imperceptible me llega desde la cocina. Me lavanté, curioso, fui hasta la cocina y al encender la luz y revisar para ver si algo se había caído de algún lado o algún visitante indeseado circulaba por allí, descubro en el piso un bollito de papel.

La ventana de la cocina, que da al pulmón del edificio, estaba abierta.  Levanté el papel y al ir abriéndolo, lo primero que leo –escrito con una falta de sintaxis alarmante- es: “Me llamar”. Termino de abrir y la sorpresa dio lugar al estupor. Había un número de celular y una leyenda: “quiero sexo con vos”. Sin firma, sin nada más.

Hice los cálculos, sumé dos más dos, y la cuenta dio que mi vecino escapado de pollitos en fuga había escuchado mi conversación por teléfono y descubriendo que yo hablaba con otro hombre, hizo su movida magistral.

Guardé el papelito para poder mostrarlo a los amigos y que no digan que me había inventado la historia. Y olvidé el asunto.

Al día siguiente, a media tarde, suena el timbre del departamento. Raro. Si fuese alguien de fuera del edificio, hubiesen avisado desde la portería. Por lo tanto era un vecino. Para variar hacía calor y, como es habitual, estaba en casa en mi versión al natural para estar algo más fresco. Me apresuré a ponerme una bermuda y una remera e ir a abrir la puerta. Igual, por precaución, espié por la mirilla y allí estaba mi Ginger, con su sonrisa cegadora.

 


Con mi mejor cara de fastidio abrí. “Sí”, fue todo lo que dije. Y él, con su eterno celular en la mano agitándolo como a una coctelera, responde: “Si necesitás alguna cosa, me podés llamar a cualquier hora. ¿Sí?”. “No necesito nada”, ni gracias le di y cerré la puerta, casi con violencia.

Los dioses del sexo parecían querer decirme: “Viste, ahora sabés lo que sienten los pobres gordos a los que les infiernás la vida.” Cierto, mi nuevo vecino se acaba de mudar y no parece ser de los que desistan rápido.


 

martes, 15 de octubre de 2013

Experiencia cristiano-lisérgica

Tengo algunos amigos que han hecho su experiencia lisérgica. En varias oportunidades les manifesté mi intención de probar. “Sí, seguro, la próxima te avisamos”. Dijeron. Y todavía estoy esperando.
 
Hace algunos años, poco después de haber llegado a vivir a la ciudad de Rio, en una fiesta de Osos me encuentro con dos amigos, P. y J., que a su vez me presentan a un amigo de ellos, R. Con la falta de discreción que me caracteriza -cuando de admirar redondeces se trata- me quedé mirando al gordo que acababa de conocer con los ojos como el dos de oro. P. –gordito y amante de gordos también él-, discretamente, me dice al oído: “no te ilusiones, solo le gustan los flaquitos, jovencitos y un poco afeminados.”

Pero los lectores de este blog me conocen. Eso no iba a ser un impedimento para que no lo persiga toda la fiesta. Y como no apareció aquel “flaquito, jovencito y algo afeminado”, terminamos la noche de la mejor manera. En casa, claro.

Cuando estábamos los dos boca arriba, lado a lado, en la cama, descansando después del primer round, me vino a la memoria la imagen de una película que había visto hacía poco. En el inicio de Bear City el protagonista sueña que tiene sexo con Papá Noel. Y yo, alucinando que ese gordito, de pelo y barba blanca, parecía un Papá Noel, no pude disimular una sonrisa al imaginar que había cumplido mi fantasía desde hacía muchos años.

Él se dio cuenta y me preguntó qué era lo gracioso. Y le di un resumen: “por un momento imaginé que estaba en la cama con Papá Noel”. Y largué una carcajada.

Se puso serio. Se incorporó parcialmente sobre uno de sus brazos y me dijo. “Yo soy Papá Noel”. Pensé que también se reiría pero se quedó serio. Esperó que termine de reírme y repitió. Yo soy Papá Noel. Ahí me agarró un poco de “miedito”. ¿Estaría medio loco? Mis amigos no me habían dicho nada.

Finalmente aclaró. “Hace años que trabajo como Papá Noel para la época de navidad. Ahora estoy con la barba corta porque recién terminó la temporada, pero si me ves cerca de diciembre, no vas a tener dudas.”

“Te creo, totalmente” le dije. “Esperá”. Fui a revolver cajones y encontré un gorro de esos rojos con pompón blanco que se reparten para fin de año. “Poneteló.” Sin decir nada, obedeció. “Ahora vamos a cumplir mi fantasía”.

 


Cuando nos volvimos a encontrar, me dice: “Ya está abierta la inscripción para la escuelita de Papá Noel. Anotate y vamos juntos.” A hace altura yo ya sabía que no era chiste. Agradecí su buena intención, pero no me anoté. Hace un mes recibo un llamado de mi Papá Noel privado. “¿Cómo está esa barba?” “Bien.” “Ya está abierta una vez más la inscripción para la escuelita de Papá Noel” Ya era el tercer año que intentaba convencerme. Para darle el gusto (y para seguir viéndolo…) me anoté.


Al llegar a la primera clase me vi mezclado entre un montón de hombres panzones, de barbas blancas y sonrisas paternales. En cada silla había esperándonos un gorrito típico y allí estábamos, unos 40 hombres maduros, medio disfrazados de un personaje de ficción creado por el cristianismo, dispuestos a tener clases… Me acordé de mis amigos drogones y creí sospechar que ya no necesitaría probar sustancia alguna para alucinar.

A poco de iniciarse la actividad, sin embargo, comenzó la verdadera experiencia cristiano-lisérgica. A cada cosa que decía el coordinador, el animado grupo, en lugar de responder con aplausos o algo parecido, respondía con un “¡Ho, ho, ho!” Casi largo la carcajada, pero me contuve. Es que quería seguir poder asistiendo, porque mi amigo me contó que el día de la prueba de trajes rojos y blancos característicos, los simpáticos barbados quedan en ropa interior buscando el traje que sea de su talle. (Los lectores de este blog que pensaron que este es el real motivo por el que me anoté en el curso, acertaron.)

Después de las palabras iniciales, tomaron lista como en la escuela. Pero en lugar de responder “presente”, los mencionados respondían con un sonoro “Ho, ho, ho”. Y no solo eso: cada uno trataba de darle una entonación personalizada. Ahí ya me costó contener la risa. El efecto que me producía la situación era el mismo que si me hubiera fumado un buen porro.

Antes de salir nos entregaron el cronograma de las siguientes clases. En la próxima: prueba de vestuario. Cuando el despedirme me preguntaron si volvería la siguiente semana respondí (tratando de ocultar mis colmillos que crecían, insaciables): “Seguro, cómo no voy a venir”.



 

sábado, 21 de septiembre de 2013

Un poderoso afrodisíaco


Cuando pensaba en contar esta historia llegué a evaluar la posibilidad de decir que le había pasado a un amigo. Pero enseguida pensé que era falsa modestia. Y, como ustedes saben, no soy falso y, mucho menos, modesto. Entonces, el protagonista de estas dos historias muy parecidas, que sucedieron con unos ocho años de separación, es este humilde servidor – si se me permite el chiste-.
 
Era el año 2005 y en una fiesta que hicimos en nuestro Club de Osos en Buenos Aires conocí un gordo que estaba para chuparse los dedos. Terminamos la noche en un hotel del barrio y en los juegos previos me dice: soy solo pasivo, por la medicación que tomo no tengo erección. ¿No hay problema? Para mí no había problema. Y lo pasamos muy bien. Él no vivía en Buenos Aires, regresó a su provincia y mantuvimos contacto por mail.

 
Regresó a Buenos Aires un par de meses después. Nos encontramos en mi departamento y a poco de habernos desnudado, le pregunto con picardía: ¿Qué es esto?  Mientras le agarraba con ganas lo que más parecía una estaca que un miembro que no funcionaba. Entonces me respondió: es que vos sos un poderoso afrodisíaco. En el momento me resultó gracioso. Pero la pensé un poco y me dije: ¡Mirá vos!
 
Ya viviendo en Rio, en una fiesta de Osos, descubro un gordo que te cortaba el aliento de solo verlo. Pregunto a mis amigos si lo conocen y todos confirman y agregan que además, es una buena persona. Me le pegué como estampilla al sobre y cerca del final de la noche lo invité a venir a casa. Me dijo que no podía, pero que podíamos ir un rato al cuarto oscuro. Acepté el premio consuelo y tuvimos unos de esos entreveros que se olvidan rápido. Intercambiamos teléfonos y pensé que ya no lo volvería a ver.
 
Hace unos días recibo un mensaje de texto que decía: estoy por tu barrio, ¿podemos encontrarnos? Era él. Maldije lo diminuto de los teclados de los teléfonos modernos que no me permiten teclear a la velocidad de mi deseo. Por supuesto. Alcancé a responder. La pasé la dirección y llegó en pocos minutos. Cuando el marcador estaba uno a cero a mi favor, le pregunté si estaba todo bien. Sí, perfecto, estoy tomando una medicación y aunque consigo excitarme, no consigo eyacular. ¿Todo bien para vos? Sí. Respondí. Todo bien para mí.
 
Pero un rato largo después, cuando el marcador ya me tenía tres a cero arriba, comienza a masturbarse y me pide que le chupe los pezones. El producto obtenido fue abundante. Lo miro, con la pregunta en la mirada, y me dice: no se suponía que debía suceder, pero… Sí, ya sé. Lo corté. Y le conté la historia que me había sucedido hacía ocho años. Se rió con ganas y con el resultado final de tres a uno, se fue a su casa reclamando la revancha.



jueves, 19 de septiembre de 2013

Rubén

No es la primera vez que recuerdo a Rubén este blog.

Pero mañana, 20 de septiembre, se va a realizar un acto en su homenaje y me pidieron del Club un texto para difundir.


Entonces escribí esto:


Ojos de mirar sincero

Rubén Terminiello 1947-2010

(Club de Osos de Buenos Aires)

No pocos socios, aún hoy, después de tres años, dicen que cuando el Club, nuestra casa, está silenciosa, se puede escuchar a Rubén que llega caminando con su paso cansino y su sonrisa estampada de modo indeleble en su cara buena.

Llegó al Club como muchos, buscando un espacio de pertenencia. Y se quedó para alegría de todos. Había escuchado de la existencia de los Osos en lo de su amigo, el gordo Lito, a quien lo unía una amistad de casi 40 años. Esas amistades que se forjan al haber “yirado” las mismas veredas y estaciones de tren, al haber “tetereado” juntos y de haber compartido - junto con el tercero del trío-, alegrías y tristezas. Se llamaban a sí mismos: la Tota, la Pocha y la Porota. Y fueron amigos hasta el fin.

En el club siempre tuvo una actitud generosa de colaboración. En silencio. Sin ostentar. Es que Rubén tenía una larguísima experiencia en trabajo en grupos y en búsqueda de respeto por los derechos –en nuestro caso- de las minorías. Militó políticamente; fue parte del primer grupo LGBT de Argentina, Nuestro mundo; formó parte de Comisión contra la violencia policial; formó parte del grupo de apoyo a Madres de Plaza de Mayo, etc.
 
Por ser uno de los más veteranos, muchos lo buscaban en busca de consejo o solo de un oído atento que los escuche y contenga. Y siempre también estaba dispuesto a ser parte de la fiesta.

Formó parte de más de una comisión directiva del Club y, al momento de su fallecimiento, era el presidente de nuestro querido Club.
 
La dimensión social que tuvo toda su vida no estuvo ausente en su paso por el Club. Era uno de nuestros vínculos con los diversos grupos de vecinos del barrio donde está nuestra casa; participaba de muchas de las convocatorias realizadas por los vecinos y junto a ellos marchó reclamando por la justicia y la verdad.


 
Rubén tenía un mirar sincero, simple, amable. Le gustaba conversar largamente frente a un café confidente –que siempre tenía pronto- y compartiendo un chocolate. Era hincha de Independiente de Avellaneda (solía llevar un pequeño colgante con el escudo de los Diablos Rojos).  Disfrutaba de la lectura, el cine, la música, el teatro… Pero su principal hobby era recorrer ferias, de todo tipo, con su mano en el brazo del hombre amado.
 
Rubén era –es, siempre estará presente entre nosotros- un hombre bueno.  


 

Franco Pastura

 

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Versátil

Puedo ser el asesor del diputado:


 
 
O la cara de la invitación a una fiesta de Osos:
 
 
O el gordo puto de siempre.
 
 
 
 
Pero ya ni siquiera puedo hacer el chiste de cuando tenía 51…
 Hacé de cuenta que soy como tres de 17.
 
Ahora alguno va a tener que asumir responsabilidades.
 
 
 
 
 
 
 
 


lunes, 9 de septiembre de 2013

Una con final feliz

Un lector habitual de este blog, al leer la anterior publicación, comentó que le había gustado pero que le gustaban más las que tenían un final feliz.
 
Busqué en mi memoria y allí estaba la historia.
 
Hace algunos años, cuando aún vivía en Buenos Aires, una noche, cerca de la una de la mañana, suena mi teléfono. Yo dormía y con voz pastosa respondí. “Hola, ¿Franco?” “Sí.” Dije sin poder despertarme del todo. “Soy Edgardo”. “Edgardo. ¡Qué sorpresa!”
 
Edgardo es uno de esos gordos lindos que de solo verlos se te hace agua la boca. Habíamos tenido un encuentro apasionado y luego él se había puesto en pareja. Yo le seguía haciendo insinuaciones para reincidir, pero él se mantenía incorruptible en su relación monogámica.
 
“Disculpame. Dormías. Me dijo Diego que te podía llamara a esta hora, que seguro estarías escribiendo el libro.” “Hoy justo me vino el sueño temprano y me había dormido hacía media hora. Pero decime. ¿Te puedo ayudar en algo?” “La verdad, sí. ¿Puedo pasar por tu casa ahora? Llego en veinte minutos. Estoy angustiado y no tengo nadie con quien hablar.” “Sí, claro. Te espero.” Respondí y me volví a dormir.
 
Media hora después sonó el timbre. Me puse algo y bajé  a abrir. Cuando salíamos del ascensor no pude dejar de mirarle el culo.

 
Una vez en mi departamento nos sentamos junto a la mesa de la cocina y sin preámbulos me largó una catarata de lamentaciones que involucraban principalmente a su pareja. Yo seguía medio dormido y decidí interrumpirlo para ver si conseguía despertarme. “Vamos por partes. ¿Querés tomar algo? Así te tranquilizás un poco.” Aceptó té. Y siguió su monólogo.

El nudo era que: su pareja le había afirmado que era versátil y en realidad era solo pasivo. “Pero para descubrir eso no necesitabas tres años de relación; la primera noche te das cuenta, ¿no?” Le largué sin anestesia. “Es que esa primera vez el me dijo que estaba nervioso. Después que tenía un problema con el  prepucio. Después que la medicación por la presión alta no le permitía una buena erección. Y siempre repetía que cuando estuviera bien me iba  a mostrar cuánto deseaba penetrarme. Y ya son tres años que tengo que hacer de activo.”

Mientras lo miraba tomar su té me acordaba de las barbaridades que decía Humberto Tortonese en el programa de la Negra Vernaci. “Y, lo que pasa que cuando el culo te pide, el culo te pide. Y no hay nada que hacer.” Repetía Tortonese.
 
“¿Qué querés hacer? Son las dos y media. ¿Vas a volver a tu casa?” “No.” Me respondió.  Lo voy a dejar solo unas cuantas horas para que sepa lo que se pierde.” “¿Y qué vas a hacer?” Dije pensando que yo tenía sueño. “¿Me puedo quedar acá?” “Claro. Pero yo quisiera acostarme, porque estoy con bastante sueño”. “Está bien.”
 
Él sabía que yo tenía solo mi cama para ofrecerle. Pidió permiso y pasó al baño. Luego fue mi turno. Cuando llegué al dormitorio él ya estaba en la cama. Se podía ver todo su torso desnudo y la insinuante barriga al aire; la sábana lo cubría de la cintura para abajo. Me desvestí, dejándome solo el bóxer y me acosté. Acerqué mi cara a la suya, diciendo: “Un beso de buenas noches. Que descanses.” Y allí comenzó el final feliz.

Besos ardientes. Caricias insolentes. Abrazos indecentes. Manos atrevidas palpando todo a su paso. Bocas hambrientas comiendo cuanta parte corporal quisiera entrar en ellas. Lenguas imprudentes ingresando en territorios exóticos. “Despacio.” Fue lo único que dijo mientras lo penetraba.

Antes de dormirnos dijo que se iría temprano para evitar que su pareja comenzara a buscarlo por los hospitales y comisarías. Junto con la llegada de las primeras luces de la mañana escuché que se movía en la cama. Lo aprisioné antes de que se bajara y tuvimos el segundo final feliz.

Lo seguí viendo durante años. Él siempre junto con su pareja. En público siempre nos tratamos como dos antiguos amigos. Cada tanto sonaba mi teléfono en horas impropias y recorríamos nuestro conocido camino hacia los finales felices.

martes, 3 de septiembre de 2013

El asesor del diputado



Me hubiese gustado poder contarles una historia donde - en la playa, en un bar o en un sauna – este humilde servidor conocía al asesor de un diputado que estuviera más bueno que comer pollo con la mano. Uno de esos dioses vikingos que te dejan sin aliento solo de pensar lo que deben ser desnudos y, claro, están en tu cama.



Pero no.

Esta vez la historia es bien diferente.

Fui invitado a formar parte – en mi solemne carácter de Gordo Puto - del Consejo Asesor del Diputado Nacional (por el Estado de Rio de Janeiro) Jean Wyllys.

En la primera reunión el diputado presentó los temas en los que está trabajando actualmente. Luego, varios de los 35 miembros que forman el Consejo Asesor – entre ellos activistas culturales, activistas por la diversidad sexual, docentes, psicólogos, escritores, bibliotecarios, miembros de las iglesias de matriz africanas, periodistas, abogados, estudiantes, escribanos, etc. - fueron planteando inquietudes y haciendo reclamos de los que, el Diputado, fue tomando nota para encaminar hacia el temario de la Cámara Baja.

Cuando mencionaba que hubiese preferido hablar de temas más… banales, lo hacía con el recuerdo vivo de la gravedad –y variedad – de temas que se mencionaron en la reunión del citado Consejo Asesor. Voy a enumerar algunos:

Un diputado federal en ejercicio fue condenado por desvío de fondos públicos y asociación ilícita. La votación de la Cámara – por la expulsión o no – dio como resultado que no, que no había que expulsarlo. Los votos por su expulsión no alcanzaron el mínimo necesario… Y el mentado diputado está en la cárcel cumpliendo 13 años de condena.

Según los datos del último censo existen en Brasil – al menos – 600.000 niños que no están registrados en el registro nacional de personas. Es decir, no existen.

En los recientes episodios de represión (junio-julio-agosto pasados) padecidos por los manifestantes que reclaman en las calles por mejor salud, mejor educación, mejor transporte, menos corrupción, etc., la policía de Rio de Janeiro tiró gases lacrimógenos dentro de un hospital público, argumentando que allí se escondían “vándalos”. La consecuencia de ese salvaje hecho policial fue de 15 personas – que estaban internadas - muertas por efecto colateral de los gases. La información no sale en los medios y los manifestantes ahora reclaman también por esos muertos.
Además, dos de los presentes testimoniaron que, las balas de goma que disparó la policía carioca, están revestidas de acrílico. Esto les fue revelado a las víctimas de los disparos policiales por los médicos que les retiraban los restos de ese material en el lugar del cuerpo donde les habían pegados las “balas disuasorias”.

Los representantes de la cultura presentaron un panorama desalentador: falta de presupuesto, edificios en ruinas (la Unesco llegó a plantear la conveniencia de cerrar la Biblioteca Nacional por falta de condiciones para seguir funcionando), falta de programas coordinados, etc. Entonces Jean Wyllys amplió: del presupuesto nacional el 47% se destina a pagar deuda; menos del 1% se destina a Cultura…
Pero el endeudamiento sigue. Sobre todo para preparar los grandes eventos: Mundial de Fútbol y Olimpíadas. Pero no se define el proyecto que pide que se disponga de recursos para evitar que en torno a esos eventos populares no se incremente (ya que la que existe es enorme) la explotación sexual de menores.

Otra preocupación fue la política impuesta de llenar las cárceles de “negros, pobres y favelados”. Brasil es el tercer país del mundo en cantidad de personas presas: 550.000. El mandato de Jean Wyllys sostiene su postura de no bajar la edad de imputabilidad. Pero no lo acompañan muchos en esta cruzada.

La situación de las Iglesias de matriz africana es dramática. Una breve historia: hace un tiempo un pastor evangélico de Rio de Janeiro–de los fundamentalistas- fue preso por tráfico de droga y pedofilia. Una joyita. El nefasto diputado-pastor Marcos Feliciano – reconocido racista y homófobo que preside la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados de Brasil (y no es chiste) - se entrevistó personalmente con el Ministro de Justicia de la Nación para presionarlo pidiendo la libertad del Diputado-Pastor-Traficante-Pedófilo. Como no consiguió la libertad de ese delincuente, los fundamentalistas evangélicos están destruyendo en represalia las Hermandades y Espacios Sagrados de los que practican religiones de matriz africana.

Se habló de legalización de drogas; de despenalización del aborto; de programas de educación sexual laica (las aulas de Brasil manipuladas por católicos y evangélicos se convierten en templos en lugar de lugares de enseñanza y no siempre se cumple lo que dijo una travesti presente en el Consejo, “lo único que consiguieron las religiones en mi fue hacerme atea…”); ley de identidad de género, etc.

Mención aparte requirió la propuesta de Criminalización de la Homofobia. Contó Jean Wyllys que desde el PT (sí, el partido gobernante, el de la inefable Dilma y el famoso Lula) tratan de vaciarlo políticamente difundiendo una mentira: que él, Jean, se opone a la criminalización de la homofobia. Aclaró que a lo que se opone es a la penalización tal como se la concibe hoy. Se debe criminalizar la homofobia, dice, pero hay que pensar muy bien el tipo de pena. Las cárceles de Brasil como existen hoy, no resolverían de ninguna manera el problema de los que padecen de homofobia.

Y mucho más se habló en las casi cuatro horas que duró la reunión.

Y no. La historia no tuvo final feliz. No terminé en un cuarto de hotel con un gordo maravilloso.

Solo me quedó un sabor amargo.


Igual, voy a seguir participando.


viernes, 22 de marzo de 2013

400 homosexuales desaparecidos durante la dictadura


            A pesar que hace más de un año se anunció la creación del Archivo de la memoria de la comunidad LGBT, para conocer la historia de los 400 homosexuales desaparecidos y negados por el libro Nunca más, seguimos sin tener muchos datos.

            La información de estos 400 desaparecidos, que estaba en pode de la CONADEP,  no se incluyó en la redacción final del informe por presión de la iglesia católica.

            Este relato es un ejemplo de lo que sucedía en aquellos años. Forma parte de un capítulo más extenso del libro “Gordo puto, amén”.

 

... el amigo de Jorge “el Vasco”, tuvo peor suerte.

Jorge, maestro de profesión, es gay de toda la vida. En su juventud, en 1977 al comienzo de la dictadura, no sabía muy bien dónde dirigirse para conocer gente. Un día, el profesor de Educación Física de la escuela donde trabajaba, con quien se entendía bien, le dijo que había bares en el centro donde se podía conocer gente del ambiente. Quedaron para el sábado por la noche. Jorge, que tenía un Citroën 3CV, pasó a buscar a su compañero de trabajo por la casa a la hora pactada. Desde el oeste del gran Buenos Aires, viajaron hasta un bar del centro, en Callao y Santa Fe. Al llegar, notaron que ese sábado, cerca de las 22, mucha gente había tenido su misma idea, y no había lugar para estacionar en la cuadra. Jorge le sugirió a su amigo que baje, busque una mesa, mientras él iba a dejar el auto donde pudiera. Infructuosamente deambuló por veinte minutos: ni un lugar en la zona. Volvió a pasar por la puerta del bar para que su amigo notara que seguía buscando dónde estacionar. Pero para sorpresa de Jorge, ahora su amigo se iba acompañado de un hombre alto y delgado. Al verlo, su amigo le hizo una seña que no pudo descifrar. Lo vio subirse a un auto particular, y partir. Bastante molesto, Jorge siguió dando vueltas, hasta que pudo estacionar. Rumiaba maldiciones contra el egoísmo de su amigo. Habían venido juntos hasta el centro, a un bar que no conocían, y lo plantaba de esa manera tan insolente. De todos modos, encontró lugar para su auto y se sentó en una mesa libre del bar. Tenía la esperanza de conocer a alguien o de que su amigo volviera. Las horas pasaron, y no sólo no tuvo suerte, sino que su amigo ya no regresó. Pagó su cuenta se volvió solo hacia el oeste.

El día siguiente no pensó en su amigo. El lunes, Jorge notó que su compañero de andanzas del sábado por la noche, no había ido a trabajar. Por la noche, al llegar a su casa, recibió un llamado telefónico. Era la hermana de su amigo que le preguntaba si sabía algo de su hermano. Respondió que no, que habían salido juntos el sábado por la noche pero que desde entonces no lo había vuelto a ver. No se animó a contar nada de lo que había sucedido esa noche en el bar. Le prometió a la mujer que si sabía algo le avisaría y cortó. Preocupado quedó pensando que podía haber sucedido. Al día siguiente, el profesor de Educación Física, tampoco asistió a la escuela. El Vasco ya empezaba a estar asustado. Él había visto como su amigo subía al auto de un desconocido y nunca más había regresado. Pero no sabía qué hacer. En plena dictadura uno no podía ir así como así a una comisaría a preguntar por una persona perdida. Tal vez le responderían que estaba desaparecido, como respondía el mismo dictador Videla ante cada consulta de paradero de una persona a la que no se podía hallar.

El miércoles por la noche sonó el timbre de la casa de Jorge. Era su amigo, visiblemente desmejorado y con marcas, en principio, en la cara. Lo hizo ingresar en la casa, y le preguntó que había pasado. El desaparecido contó que una vez en el bar se sentó en una mesa libre y pidió un trago. Pocos minutos después el hombre alto y delgado que Jorge había visto, le preguntó si podía compartir la mesa. Hablaron unos breves minutos, en los que quedó claro que podrían irse juntos para pasar la noche. Fue entonces cuando el desconocido mostró la credencial policial y lo obligó a acompañarlo. Las señas que Jorge no había entendido eran de auxilio. Al llegar al auto, donde esperaban otros dos agentes de civil, lo obligó a subir y partieron rumbo al sur del Gran Buenos Aires. Le contó el secuestrado a Jorge, pero su amigo no sabía donde lo tuvieron. Lo torturaron y lo amenazaron con matarlo si seguía buscando otros hombres para tener sexo. Ese miércoles por la noche lo habían soltado cerca de la estación de Lanús. Y al primer lugar que pensó en ir fue a la casa de su compañero de trabajo.
 
 

miércoles, 27 de febrero de 2013

Dos curas y un obispo



En el mundo de los Osos supe que nada es un compartimiento estanco. Hay Osos que son gays y viven solos, hay otros viven en pareja cerrada, en pareja abierta, en tríos, cuartetos. Están los que siguen viviendo con sus padres. Algunos conviven con sus parejas, otros no, viven en casas separadas. Hay Osos que son casados y bisexuales, y que, de vez en cuando o muy frecuentemente, se llegan a los lugares donde saben que pueden satisfacer su costado homosexual. Hay Osos casados sin hijos, con hijos, con nietos, viviendo con sus esposas o sólo con sus hijos. Hay algunos que no lo hablan con sus ex esposas e hijos, otros que lo hablan con sus esposas y estas lo aceptan. Pero la mayoría llega a las fiestas de Osos tratando de no ser visto. Hemos hecho fiestas en lugares alejados del circuito y el público es totalmente diferente a cuando nuestras fiestas se hacen en boliches del circuito gay. Muchos Osos prefieren otros lugares de encuentro, como saunas o cines, que brindan mayor discreción. Pero los “casados”, los “bi”, los que temen perder su empleo si se conoce su identidad sexual, los que no se animan a hablarlo en sus familias, no son los únicos que buscan nuestra fiestas como refugio.



Cuando empecé a frecuentar las primeras fiestas de Osos me crucé con un ex compañero de seminario, Roberto, a quien había visto ya ordenado sacerdote. Lo saludé y no me reconoció. Le dije mi nombre, y entonces sí: habían pasado veinte años y yo estaba muy distinto. Yo estaba con amigos, que había ido conociendo en mis primeras incursiones en el mundo osuno. Él se quedó en la rueda y entonces me preguntó:
– ¿Vos también te dedicás a la psicología?
– No– respondí. Y la charla se cortó de golpe.
Nos despedimos, y quedamos de seguir conversando más tarde.
En un momento en que yo estaba solo, se me acercó. Y me dijo:
– Boludo, yo pensé que entendías la pregunta. ¿Seguís siendo cura?
– No. No me ordené. ¿Vos seguís siendo cura?
– Claro.
– Ah. Y ¿siempre venís acá?
– Sí, cuando estoy en el país. Viajo mucho.
(Me acordé de Edgardo – mi compañero que no se movía de ahí, de acuerdo a lo aprendido con Parménides–,  que al año de estar ordenado cura, ya viajaba a Europa, con la excusa de conocer el Vaticano).
– ¿Y no tenés miedo de que te vean? – pregunté.
– Si me ven acá están en la misma que yo, y si no está todo bien. Esperá –
Se fue unos minutos y regresó acompañado.
– Te presento a mi hermana, Mario, es párroco, y él es su pareja. – el femenino
 ya no me sorprendía.
– Mucho gusto – dije algo cohibido.
– ¿Todo bien? – preguntó Roberto.
– Sí. Sólo que no me imaginé que podía encontrarlos acá.
– Mirá. La mayoría de los curas no se anima, y viven torturados toda su vida. Por otro lado hay gente valiosa que no se animó a ordenarse cura porque no pudo manejar su tema. ¿Te acordás del Osito, tú con– diocesano?
– Sí, por supuesto – respondí. Como olvidarlo. Un compañero del seminario al que le decíamos el Osito: lo recordaba con pelos y señales.
– Bueno, él no se animó a ordenarse y es un tipo valiosísimo. ¿Y vos? ¿Por qué no te ordenaste?
– Por varios motivos. Principalmente porque no me sentí más parte de una institución tan ligada a los genocidas de la dictadura. Por su complicidad histórica con toda forma de maldad. Le dicen a la gente que el reino de los cielos es de los pobres y los curas sólo piensan en el cero kilómetro y el viaje a Europa. No me cerraba la doble vida en lo material, y tampoco en lo sexual. Era demasiado doble discurso: predican el celibato y cogen como conejos; le piden a la gente fidelidad en sus matrimonios y los curas pueden jugar al “Seis grados de separación”, y en menos de tres pasos, seguro que aparece con quien cogieron.
– Sí, pero alguien tiene que hacer el trabajo– fue su respuesta. Y dimos por terminada la charla.
A Roberto lo veo de vez en cuando en alguna fiesta. La última vez se me acercó y me dijo al oído.
            – Si hubiese sabido en el seminario que eras del gremio, no te perdonaba la vida. Estabas refuerte de pendejo.

            Pero los hombres de Dios no sólo frecuentan las fiestas gays. También las patrocinan.
Cada vez que necesitamos encontrar un lugar bien grande para hacer nuestras fiestas de Osos, debemos recorrer numerosos locales: boliches, teatros, salones de fiesta, etc. En una oportunidad nos hablaron de un lugar bien amplio, en pleno centro. Lo fuimos a ver y nuestra sorpresa no fue menor: el lugar estaba lleno de imágenes religiosas. Nos presentamos debidamente, aclarando que somos una asociación de varones homosexuales y consultamos sí, de todos modos, sería posible que nos alquilaran el lugar.
– Sí. ¿Cuál sería el problema? –preguntó uno de los encargados.
– No. Es que vemos tanta imagen religiosa, y tal vez podían no estar de acuerdo con nuestro estilo de vida– respondimos.
– ¿Van a pagar el alquiler?
– Claro.
– Entonces no hay problema.
– Bueno –insistimos –, es que en nuestras fiestas nos expresamos libremente. Es decir: nos besamos, nos abrazamos, y además, por lo general hay una sección que llamamos dark room, y ahí pasa de todo.
– Bien. ¿Cuál es el problema?
Hicimos la fiesta y, como es nuestra costumbre, también tuvo su cuarto oscuro. El espléndido salón antiguamente fue una fundación católica (y sigue siendo propiedad de la Iglesia) y su mentor era el asesor espiritual de la Liga Patriótica, aquel grupo de asesinos que alentados por la Iglesia Católica fusilaba obreros que reclamaban por sus derechos en los comienzos del siglo XX en la Argentina.
En esa fiesta también estuve en la puerta recibiendo a los que llegaban. Marito, un Osito con quien me une una larga amistad, al saludarme me dice.
           - ¡Cuántos recuerdos!
           - ¿Recuerdos? – quise saber más.
           - Sí, trabajé cinco años acá, en la parte administrativa, cuando era parte de la
Iglesia. Si las viejas supieran el destino que le dan al lugar se morirían.
            - ¿Qué viejas? – pregunté.
            - Las que se quedan solas con mucha plata y cuando ven que se van a morir
donan todo a esta institución y vienen a vivir en los pisos superiores donde hay habitaciones. Si supieran que sus piadosas donaciones sirven para mantener un salón donde se hacen fiestas gays no lo soportarían.

Pero Roberto y Mario no son los únicos curas que frecuentan el mundo de Osos; en realidad, los curas son parte habitual de nuestro público. En el primer capítulo ya relaté la historia de Virgilio, el sacerdote cubano que conocí en una fiesta de Osos. Es que nuestras fiestas llega gente de todo el mundo. Literalmente. Tratando de dar la bienvenida a la gente que llega a cada evento, converso con ellos y si veo que son caras nuevas, pregunto de dónde son, cómo nos conocieron, etc. Un sábado, recibiendo a la gente en la entrada de una fiesta, llega un hombre moreno, de un metro ochenta de altura con el cuerpo contundente de un vikingo. Le doy la bienvenida y, por su acento, noto que no es argentino. Me aclara que es de Colombia, y que está de paso por la ciudad.
            Más tarde, cuando ya la fiesta avanzaba, vi que el colombiano estaba sólo en la barra. Me acerqué y comencé a conversar con él. Esa noche nos fuimos juntos. Cuando estábamos al pié de la cama, se puso serio y me dijo:
– Antes que hagamos nada, tengo que decirte algo.
Yo imaginé varias hipótesis, pero no quise adelantarme y dije:
– Tranquilo. Decime.
– Soy cura. No en realidad, soy obispo. Vine a un encuentro aquí en Buenos Aires y sabía de las fiestas de Osos, y no pude con la tentación– en ese momento me vino toda mi historia pasada entre sotanas. Y también pensé que debía desarrollar una suerte de magnetismo por los Osos religiosos.
– Está todo bien. ¿Vos tenés algún problema?
– No.
– Bueno– dije, tratando de que las palabras no demoren ni anulen los hechos–. No se habla más, sacate la ropa, portate bien y arrodillate acá.


viernes, 1 de febrero de 2013

Debut en la tetera


Leer Fiestas, Baños y Exilios, el libro de Alejandro Modarelli y Flavio Rapisardi, me abrió un panorama del que tenía algunas referencias, pero desconocía en su mayoría.

Sin saber absolutamente nada acerca de la cultura de los baños públicos de encuentro sexual, llamados “teteras” en la jerga gay, durante mi adolescencia y juventud me había encontrado en más de una situación donde las insinuaciones de otros hombres en los baños públicos me generaban curiosidad y deseo, pero también duda y temor. Ser víctima de un robo o caer en la trampa de la policía, me detenían ante cada insinuación.

            Pero siempre hay una primera vez.
 
 

            Sucedió en un baño de la ex línea Sarmiento. A más de cincuenta kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Entré al baño de la estación y me encontré allí con un Oso más que interesante. Vestía ropas de trabajo y su aspecto era de lo más convencional, pelo corto, barba de dos días, la mochila al hombro. Tenía unos cuarenta y cinco años y su cuerpo grueso y redondo era un placer para mi vista. El estaba solo cuando llegué. Me desabroché el pantalón, bajé el cierre y me disponía a aliviar la vejiga, que para eso había entrado, cuando miré hacia donde él estaba y noté que no sólo miraba mi pija sino que se masturbaba con una creciente erección. Quedé sorprendido, el baño estaba vacío, pero la estación llena de gente. Sin decir palabra, se agachó rápidamente, con movimientos gatunos, y comenzó a chupármela. Pegué un salto del susto y salí del baño con bastante apuro para reunirme con las personas que viajaban conmigo. Él, en cambio, salió muy tranquilo y cuando llegó el tren, subió en el mismo vagón al que subimos mis amigos y yo. El tren venía lleno y quedamos todos separados. Cuando llegó el momento de bajar, se las ingenió para pasar muy cerca de mí y me dejó un papelito en la mano. Lo puse sin mirar en el bolsillo y seguí haciéndome el distraído.

Cuando estuve solo lo miré y vi que solamente tenía un nombre y número de teléfono. Durante unos días no me animé a llamar.

            – Holaaaaa– dijo una voz de un nene de muy pocos años del otro lado del teléfono, cuando por fin me atreví a discar el número del papel.

– Hola, ¿estaría Daniel?– pregunté un poco confundido.

– Sí, ya te paso. Chauuuu.

En aquellos años, para mí, los hombres que frecuentaban otros hombres, no incluían hijos.

– Hola.

– Hola, ¿Daniel? – pregunté.

– Sí, ¿quién habla?

– Hola, me dejaste tu teléfono el día que “nos conocimos” en el tren.

           – Ah, hola, vos llamás por el trabajo de arreglos de albañilería– dijo muy convencido.

– Claro– respondí siguiendo el juego.

– Bueno, decime la dirección y cuando puedo ir a ver el lugar.

Arreglamos un día y un horario para encontrarnos. El trabajo se lo hice yo: era insaciable. Fue todo como la imaginación más elemental podía preverlo tras la osada escena del baño: hubo desnudez, caricias, abrazos, besos, bocas recorriendo los cuerpos, penetraciones por donde dé placer.

            Cuando salíamos de casa le pregunté por quién me había atendido.

– Uno de mis hijos, no sé cual.

– ¿Y tenés muchos hijos?– le pregunté, bastante curioso.

– No, no muchos: seis.

– Ah, ¿y vivís con tu mujer?

– Sí. Cuando vuelvas a llamar, siempre decí que es por un trabajo. Soy albañil, y hago arreglos varios.

– ¿Y ella no sospecha nada?

– No sé. Cuando tengo sexo con ella siempre le pido que me ponga juguetes en el culo. Si ella sospecha algo, está bien, igual trato que se dé cuenta. Incluso a veces hablamos de invitar a un tercero a muestra cama.

– ¿Y?

– No, todavía no se anima. ¿Vos vendrías?

– No, no creo, vos sos muy lindo, pero no me gustan las mujeres.

Ya estábamos cerca de la parada de colectivos donde él tenía que esperar el suyo. Se detuvo un momento y me dijo.

            – Tengo la nena de catorce que está nueva. Si la querés, por cien pesos la estrenás.

– Te agradezco, pero no.

Lo saludé y volví sobre mis pasos. No lo volví a llamar nunca más.
 
 

viernes, 4 de enero de 2013

El mejor culo del pueblo


En el pueblo, como en todo pueblo, se sabía quiénes eran gays, pero de eso no se hablaba en voz alta: la palabra puto se susurraba al oído como un secreto mal guardado. Eran muy pocos los que se animaban a asumirse públicamente. Como Norberto, quien en rueda de amigos un día se animó. O se le escapó.

En un almuerzo de trabajo, un mediodía en que llovía parejo, uno de los presentes, acudiendo a un lugar común comentó:

– ¡Qué buena tarde para estar cogiéndose a alguien!

A lo que Norberto, sin ponerse colorado, retrucó:

            – ¡O para que te estén cogiendo!

Si bien a Norberto era amanerado, nadie la faltaba el respeto (al menos en público), y hasta una vez un amigo, hablando de sus maneras, llegó a decir:

– No, no es puto, es un tipo fino.

Una mañana caminaba con mi amigo Charlie por la avenida de las palmeras, y al pasar frente a una peluquería comentó:

– Ese peluquero tiene el mejor culo del pueblo.

– ¿Y vos como sabés? – pregunté sorprendido, ya que mi amigo es uno de esos héteros irreductibles que todavía quedan.

– Me contaron.



Seguimos caminando en silencio, y ya no hablamos del tema. Varios años después, recordé la frase elogiosa sobre el culo del peluquero, y una tarde me llegué hasta su peluquería con la excusa de cortarme el pelo, pero con la secreta esperanza de que algo pase. Llegué cuando la tarde se hacía crepúsculo. Para mí sorpresa el lugar estaba muy poblado, gente conocida que se cortaba el pelo allí y otros que sólo estaban allí para mirar la televisión.

            Esperé mi turno, pero el peluquero, dueño del mejor culo del pueblo, al decir de mi amigo, me indicó al instante el asiento más alejado del resto de la gente y comenzó a prepararse para un corte. Le comenté que había otros antes que yo, pero el peluquero me aclaró:

– No, ellos están de paso, son amigos de la casa.

Me senté, dejé que me coloque la protección para evitar que el pelo caiga sobre la ropa y le indiqué como quería el corte. Comenzó a realizar el trabajo y, como todo peluquero, inició una charla intrascendente. El resto de los presentes nos daban la espalda, mirando hacia el televisor. Yo respondía de manera escueta pero atenta. De ninguna manera quería que se notase que había ido con segundas intenciones; en especial, porque uno de los presentes era mi vecino, padre prolífico y profesional reconocido en el pueblo. A pesar de la situación desfavorable, el peluquero recurrió a uno de los más viejos de los ardides eróticos. Y haciéndose el distraído, mientras miraba hacia el resto de los presentes, cerciorándose que no estuvieran mirando hacia nosotros, me apoyó la pija en el brazo. Yo, que había ido con esa intención, lo dejé hacer: ni lo rechacé, ni moví un pelo. Cambió de lado, y de espaldas al resto que no podía verlo, me siguió apoyando en el otro brazo. Yo seguía sin dar señales de la recepción del masaje erótico en el brazo, sólo lo dejaba hacer. Luego se puso por detrás, siguió cortando y siguió con la charla banal. Cuando regresó a la primera posición, volviendo a apoyarme la pija, sin darle tiempo a que reaccione, pasé mi mano por entre sus piernas y le agarré con firmeza el culo. Se puso nervioso y con la mirada me indicó que quería que lo suelte. Lo hice, terminó el corte, pagué y me fui. Los parroquianos imperturbables seguían allí como hipnotizados por al aparato de TV.

            Como era de esperar me quedé un poco loco, pero tenía mi estrategia. Había memorizado la hora de cierre y unos minutos antes volví a entrar en la peluquería.

– No encuentro la agenda, – dije – ¿no quedó por acá?

– Me parece que no – respondió el peluquero–. ¿Si querés la buscamos?

Yo miré hacia todos lados confirmando que no hubiera nadie. Vi una puerta en el fondo entreabierta, y pregunté si había alguien allí.

– No ya se fueron todos, allí tengo un pequeño office - respondió.

– Si no queda nadie, yo tampoco perdí ninguna agenda. Vine a proponerte terminar lo que empezamos antes. ¿Te parece?

– Claro. Esperá un minuto.

Cerró con llave, apagó las luces del salón y encendió unas que se dirigían hacia la vidriera espejada, impidiendo que se viera desde afuera. Todo el procedimiento parecía mecánico, como algo que lo había hecho miles de veces. Volvió hasta donde estaba yo, y sin decir agua va, comenzó a besarme. Si me había interesado en el peluquero era porque su generosa masa corporal me cautivaba definitivamente. Pero el hecho de estar allí, en el mismo salón, protegidos sólo por las luces me dio temor.

– ¿No se ve desde afuera? – me inquieté.

– No, quedate tranquilo, yo lo comprobé. No es la primera vez, y te aseguro, no se ve nada.

Entre besos furiosos nos sacamos la ropa. Y ahí comprobé que desnudo era mucho más hermoso de lo que imaginaba. Recorrimos todo el repertorio sexual sin saltearnos una sola pieza. Después de los bises, cuando me estaba yendo, le prometí que volvería. Me dio su teléfono, para que combine antes de ir, para que no haya gente que pueda sospechar. Con el tiempo lo vi varias veces, incluso seguí cortándome el pelo allí. En una oportunidad, mi vecino estaba otra vez allí, mirando televisión. Cuando después de esa oportunidad nos volvimos a ver a solas, mi peluquero me comentó:

– Tu vecino está intrigado, dice que por qué se te ve tan seguido por acá.

– Vengo a cortarme el pelo. ¿O no? ¿Y el por qué pregunta? ¿Está celoso?

– Un poco. Hace años que nos vemos, y ahora piensa que lo voy a dejar por vos.

– Decile que se quede tranquilo– respondí la última vez que lo vi.

Al tiempo me vine a Buenos Aires y ya no lo volví ver. Supongo que mi ex vecino se alivió. Yo lo que puedo afirmar con total seguridad es que mi amigo Charlie estaba en lo cierto: culos como el del peluquero se ven, se tocan y se gozan pocas veces en la vida.