martes, 27 de noviembre de 2012

Antesala del infierno

(Este texto lo escribí en el año 2008, cuando todavía vivía en Buenos Aires. Es el primer capítulo del libro Gordo puto, amén, que debía ser editado en 2009 y nunca llegó a serlo.)



Con Virgilio, como en la antesala del infierno

 

El espinoso relato de Virgilio o de cómo un encuentro a contramano se transforma en una historia simétrica de mi vida errante que se resiste a ser contada.

 

            Descubriendo simetrías

– Necesito contarte algo chico.

– Bueno. Dale.

– Pero es que es muy largo, y me va a llevar un buen tiempo.

– No hay problema. Tengo el resto de la tarde libre.

– Es que no sé. Me parece que tú no me vas a creer. Es la historia de mi vida, sabes. Mucha gente cercana, amigos o conocidos, me dice que debiera escribir un libro con todo lo que me ha pasado. Es más, un psicólogo, cuando le terminé de relatar todo lo que había pasado en mi vida, me preguntó cómo no me había matado...

– Bueno, bueno –lo interrumpí a Virgilio–; sospecho que el psicólogo era bastante berreta, o un poco psicópata, o las dos cosas. Y estoy seguro que no creo que debas tener en cuenta su opinión. Hagamos lo siguiente, contame lo que me querías contar y dejame que evalúe por mí mismo.

Virgilio me miró largamente. No había tristeza en sus ojos, sólo un poco de incredulidad.

 

Perdón que interrumpa, pero me parece que debería empezar por donde corresponde, rebobinar un poco antes de seguir. A Virgilio lo conocí en una fiesta del Club de Osos de Buenos Aires, un domingo a la noche, hace algunos meses, en Contramano. Ahora un lugar mítico reducido en capacidad por las políticas municipales postCromagnon, Contramano es un sótano convertido en disco, muy típico de los ochenta, que fue un lugar germinal de la cultura gay: vio nacer y expandirse al primer activismo gay-lésbico de Argentina tanto como acompañó en sus comienzos al Club de Osos. Por la larga historia de rituales subterráneos de Contramano, muchos la llaman la Catedral, en un plan hereje que me resultaba además de divertido, perfecto para enmarcar los fines de semana de mi nueva vida abiertamente gay. Por eso, como tantas veces, esa noche también había estado en la puerta, recibiendo a la gente que llegaba, saludándolos y dándoles la bienvenida al Club de Osos. La mayoría de las caras eran familiares, siete años en el club me permitían reconocer a los habitúes y detectar a los recién llegados. Poco después de que diéramos puerta, lo vi. Estaba seguro que era la primera vez que venía a una de nuestras fiestas. Retacón, grueso, cabeza afeitada y mirada severa. Lo saludé como a todos y lo seguí con la mirada sin disimular mi interés, mi baba. Se sentó en las gradas y se quedó mirando cómo el resto de la gente llenaba el lugar en pocos minutos.

Como dos horas más tarde, cuando ya la tarea de la puerta no me requería, di una vuelta por el boliche y lo volví a ver. Sentado en el mismo lugar, la misma mirada, solo, parecía ajeno a todo. Puedo confesar que volviendo a mirar, su sex appeal crecía para mí cada vez más por su particular quietud, su mueca entre tímida y abstraída, su postura de no pertenecer ni confundirse con la multitud de Contramano.

Una hora más tarde ya no estaba en el lugar en que lo había visto. Recorrí la barra, la pista, subí al primer nivel y nada. Con la sensación de que ya no lo encontraría subí al segundo nivel, y allí estaba. Solo, sentado en un taburete, asomado a la baranda. Me acerqué y lo encaré.

– Hola.

– Hola. – Su mirada no se decidía entre la sorpresa y la desconfianza.

– ¿Todo bien? – Pregunté.

– Sí, todo bien, gracias.

– Por tu acento veo que no sos de por acá.

– No, soy cubano.

– Cubano, que bien. ¿Y qué andás haciendo por acá? ¿De vacaciones? – Buenos Aires ya era la capital sudamericana del turismo gay, y no me extrañaba en absoluto la presencia de un turista más.

– No. Vivo acá, hace unos años.

– ¿Unos años? ¿Y cómo no te vi nunca en una de nuestras fiestas? Porque sos un Osito hermoso y estoy seguro que es la primera vez que te veo.

– Si. Es la primera vez que vengo a una fiesta de Osos, es que estaba en pareja y a mi ex no le gustan los boliches, y eso...

– Entonces ahora te decidiste a conocer.

– No. Una vez, hace un par de meses, llegué hasta un lugar en la calle Humberto Primo, pero no me animé a entrar. Hoy día sí. Quería conocer y me animé.

– La de Humberto Primo es nuestra casa; del club, digo.

– Qué bien.

– Me llamo Franco, ¿vos?

– Virgilio.

– Como Piñera.

– Pues sí.

– Desde que entraste noté que eras nuevo acá, y yo no podía dejar de mirarte.

– ¿Te estás burlando de mí?

– ¡No! En serio. Me impactaste y a la vez me intrigabas.

– Bueno, si tú lo dices...

– Claro. Te vi llegar, y te seguí mirando durante toda la noche. Hasta que me decidí a buscarte.

– Discúlpame pero no te creo.

– ¿Por qué?

– Nadie se fija en mí.

– Yo sí. Y estoy seguro que muchos más, pero tenías ese gesto tan severo que intimidás un poco.

– Es que estoy un poco nervioso.

– Bueno, tranquilo. ¿Te gustan los Osos? – Como en la fábula de La Fontaine, esa del escorpión y la rana, no pude desobedecer a mi naturaleza.

– Sí, sobre todos los muy peludos.

La charla siguió los intrascendentes caminos del parloteo de reconocimiento: diciendo y ocultando, exhibiéndose y metiéndose para adentro. Me contó que vivía en el oeste del gran Buenos Aires, con otros cubanos amigos, y que hacía algunas inversiones aquí, que le permitían vivir.

– ¿Y tus amigos son gays? – Pregunté.

– No. Y ellos no saben que yo lo soy. – Yo ya estaba un poco impaciente: le había dicho que era lindo, había constatado que le gustaban los Osos, le había mantenido la charla un rato largo, pero él no daba ningún indicio de querer pasar al siguiente nivel. Cuando estábamos cerca del game over, me dijo:

– Tú eres bien guapo. – Con las dos manos le agarré la cara, la acerqué a la mía y lo besé profundamente. El sentado en el taburete y yo de pie, besos y caricias se prolongaron casi una hora. Los cuerpos pegados. El deseo creciendo.

– ¿Querés venir a casa? – Pregunté, creyendo que no había ninguna necesidad de preguntar.

– No puedo. Debo regresar a mi casa. Mis amigos no saben donde estoy y se preocuparían si no regreso.

Si le estuviera contando la historia a algún Oso del club, le diría: – ¿Sabés cómo quedé? Lacia.

– Bueno, te dejo mi teléfono y hablamos. – Dije con un poco de fastidio.

– De acuerdo chico. – Se lo anoté y le di la tarjetita. Quedé esperando el suyo y nada.

– Yo te llamo – fue lo último que dijo antes de irse y que yo me pierda entre la rutina de caminar en una disco medio despoblada, habitada de pocos ojos con más de tres copas mirando hacia lugares más o menos indefinidos. La gente permanecía sin desesperación, sin deseo, sin decepción, estando ahí, casi como voyeurs alquilados como parte del decorado.

 

Llamó varios días después. Quedamos en encontrarnos en un café anónimo del Centro y fue puntual. Le dije que no tenía mucho tiempo, pero que podíamos arreglar para vernos otro día.

– Me encantaría, de veras, pero pasado mañana viajo.

– Bueno – dije casi como despedida final – cuando vuelvas nos vemos. ¿Puedo

preguntar a dónde vas?

– A Río de Janeiro, con mis amigos cubanos, por unos negocios.

Lo primero que pensé fue en qué negocios andaría. Pero como fueran cuales fueran no

me importaban, dije:

– Mirá que bien. ¿Y vas por mucho tiempo?

– Unos veinte días.

– Ajá.

– Pero estoy un poco asustado. Me dijeron que Río es una ciudad peligrosa y yo no

 hablo nada de portugués.

– No. No es peligrosa. No más que otras ciudades. Y el portugués es fácil. Además si

 hablás lento te entienden. – Yo hablaba para mi mismo. En Río vive Raul, mi Raul (así, sin acento), y eso es lo que yo creo de Río de Janeiro. A Raul lo había conocido en una fiesta de Osos en Buenos Aires hacía más de un año y ahora éramos una pareja abierta a larga distancia.

  Si querés -continúe diciéndole a Virgilio-, te puedo dar el teléfono de un carioca que

Se maneja perfecto con el castellano (y esta es una apreciación personal, condicionada por mi afecto a Raul) y te puede ayudar.

– ¡Hablas en serio! – Fue la primera vez que le vi brillar la mirada.

– Si. – Se lo anoté y le dije que podía llamarlo con toda confianza. Nos despedimos y

 pensé que ya no volvería a verlo.

 

Esa noche, cuando hablé por teléfono con Raul, le avisé que en un par de días podían

llamarlo por teléfono, un cubano que yo había conocido, dije, que va a estar unos días en Río.

      – ¿Y es gordito? – Preguntó Raul, con quien éramos cómplices en nuestro gusto por los gordos.

– Sí. – Y se lo describí.

– ¡Qué bueno!

Varios días después, hablando como cada noche con Raul, me dice:

– Hablé con la cubanita.

– ¿Con quién? – Pregunté perplejo.

– Con el gordito al que vos le diste mi teléfono.

– ¿Sí? ¿Y?

– No vas a creer. Yo estaba en el trabajo, suena mi celular y era él. Le dije que lo volvería a llamar, que estaba en una reunión importante, cosa que era cierta, y corté. A la tarde, cuando tuve un momento, llamé al número que me quedó registrado en el celular. ¿Y a que no sabés lo que me respondieron del otro lado?

– No, ni idea.

– Parroquia Nuestra Señora del Santo Sepulcro. – Y largó la carcajada.

– ¿Entonces? – Le pregunté después de mi propia carcajada, pero ansioso de curiosidad.

– Me dijeron que el padre Virgilio no estaba y que le dejarían el mensaje. A la hora volvió a llamarme él, asustadísimo, quería saber que había dicho yo al que me había atendido, si había dicho algo de los Osos o si me había presentado como pareja de otro hombre. Estaba desesperado.

– ¿Y vos habías dicho algo que lo pudiera perjudicar?

– Nada. Cuando escuché que era una parroquia, me di cuenta de todo y fui muy discreto. Pero dejá que te cuente. Nos encontramos esa noche y me contó un montón de cosas de su vida, y mientras contaba, representaba. Cuando imitó al cardenal de La Habana, que hacía unos gestos todos de señora, la gente en el subte carioca nos miraba y no se aguantaba la risa. Cuando se le pasó el susto, antes de despedirse, me pidió las direcciones de las saunas y de las fiestas de Osos de Río.

 

Ahora sí, volvemos al comienzo, que fue dos semanas después del incidente de Río, cuando Virgilio regresó a Buenos Aires, y nos encontramos en otro café anónimo, y me dijo que un psicólogo le había preguntado cómo no se había matado. Así es que Virgilio buscaba las palabras para contar su historia, que él creía única, larga y digna de un libro.

       – Dale, contame – repetí –, pero no creo que me sorprenda. – Yo no le dije nada de los adelantos que Raul me había hecho-. Es más no creo que sea tan novedosa, ni tan terrible.

– Sí, sí que lo es. – Dijo muy serio.

– Bueno – lo desafié –, contá. A mí también me dicen que tengo que escribir un libro con mi vida. Después yo te cuento mi vida y vemos, comparamos.

Y tras revolear los ojos por el bar para confirmar que nadie cerca estuviera escuchando, Virgilio se largó a contar, con lujo de detalles y sin pausas.

Cuando tenía seis años, a su padre lo fusiló el nuevo gobierno -cuando los guerrilleros de la Sierra Maestra conquistaron el poder– por opositor político, dijo; omitió mencionar que la revolución fusiló a quienes habiendo sido juzgados por tribunales revolucionarios fueron encontrados responsables de numerosas muertes o habían torturado a millares de cubanos. La suya era una familia acomodada de la aristocracia vernácula, de las que Eduardo Galeano calificaría como miembro de la “sacarocracia”. Quedó entonces solo, con su madre, estigmatizados los dos. Padeciendo ahora las mismas privaciones que el resto de la mayoría de la población empobrecida de la isla, que supo ser un edénico jardín, saqueado por los imperios y sus cómplices vernáculos. Se educó como católico y se graduó en filología. Toda su vida supo que era gay, pero en ese momento en la isla serlo era realmente peligroso. Lo interrumpí para comentarle que algo sabía, había visto la película que cuenta la vida del escritor Reynaldo Arenas y me resultaba todo muy similar. Coincidió con el comentario y continuó.

La revolución tardaría casi cinco décadas en aceptar los derechos de las minorías sexuales. Por eso, nunca –en su juventud– se atrevió a nada. Ni pensaba en la posibilidad de tener sexo con otro hombre. Así, sin tener contacto físico con nadie llegó casi a la adultez. Fue entonces que quiso entrar al seminario para ser sacerdote. Si hasta ese momento estaba de la vereda de enfrente de la Revolución, con esto, lo completaba.

Se ordenó cura y lo destinaron a la catedral de La Habana. Allí es donde residía el Cardenal que, puertas adentro, vivía su homosexualidad sin reparos y tenía ademanes de señora. En ese ámbito, donde veía que los otros se permitían lo que él no, se animó a su primera experiencia. Se enamoró entonces de un muchacho del grupo juvenil.

       – ¿Y cómo hacían? – Quise saber –. Porque vos cura, en un país homofóbico, donde atreverse a serlo era peligroso, no me imagino que pudieran ir a un hotel como acá.

– No, ni en sueños. Él se quedaba en la iglesia, en la casa donde yo vivía contigua a la catedral – dijo con toda naturalidad –. Hasta que me llamó el Cardenal y me dijo que eso no podía seguir pasando. Que ese joven no se podía seguir quedando en mi habitación.

– Que vos fueras gay no importaba – apunté.

– No. Sólo, es que solo les importaba la discreción.

– ¿Y los otros curas?

– Tenían sus propias historias. Pero entre ellos, para no llamar la atención.

– ¿Entonces?

Entonces, contó, que tuvo que terminar con el chico. Que sufrió como un perro y que poco después pasó algo inesperado.

Me relató que otro chico del grupo juvenil había recibido un casete de música grabado en Miami, que se lo había regalado a él, que él lo tenía en el cajón de su mesita de luz y que otro chico –también del grupo juvenil– se lo había robado del cajón, sin que él se diera cuenta. Que éste chico se lo había llevado a la casa y lo estaba escuchando a volumen alto. Que las canciones eran contra el gobierno de Fidel y la Revolución. Que un vecino llamó a la policía y que cuando confiscaron el casete, éste tenía su nombre en uno de los lados. Entonces la policía fue hasta la catedral. Lo detuvo a él. Lo interrogó. Lo torturó y lo tuvo preso por seis meses.

      – Me sacaban en pleno invierno al patio en calzoncillos y me mojaban con una manguera por horas. – Contó, los ojos vidriosos.

      Una vez más me pareció que omitía algunos detalles. O los acomodaba convenientemente. Pero no dije nada.

Contó también que cuando quedó libre se tuvo que ir de la isla, a los Estados Unidos. No mencionó fechas, pero me imaginé que fue uno de los marielitos.

Un tío, de parte de la familia de la madre, tenía buenos contactos con los exiliados de Miami. Allí ejerció un tiempo como cura para la comunidad latina. Todo estaba andando bien, lo estaban por incardinar al clero norteamericano, y fue entonces cuando le ofrecieron ir a Puerto Rico. Y se fue. A la parroquia de unos curas amigos, que eran pareja entre ellos. En Miami, no se había animado a nada, había vivido célibe todo ese tiempo, no quería hacer nada de lo que pudiera enterarse su tío, y que la información le llegue a su madre.

– Me fui a Puerto Rico pensando que podría estar menos vigilado –afirmó continuando su largo monólogo-. Yo sabía que en Miami podía ir a cualquier centro nocturno gay y conseguir algo, pero no me animé. En Puerto Rico uno de los curas quiso que tengamos algo entre nosotros, y yo le dije que no, que no podía ser, que él estaba en pareja con el otro cura. Y él me respondió que eso ya se estaba terminando. Igual, no acepté. Yo estaba desconsolado. Una tarde salí a caminar por el malecón de San Juan, la capital de Puerto Rico. Estaba nublado, lloviznaba. Al rato se me acercó un hombre interesante. Yo desde el joven de la catedral de La Habana no había vuelto a tener sexo con nadie. Me habló, y le respondí. Me dijo que era una linda tarde para ver la lluvia detrás de una ventana, abrigado, bien acompañado. Y yo no aguanté más – dijo, como excusándose, Virgilio– y le dije que era una tarde para estar en la cama con un hombre hermoso como él. Y resultó que era policía encubierto, me mostró sus credenciales, me esposó en plena calle y me llevó preso, y tuvo que venir el párroco a sacarme de la cárcel.

Después de eso el cura, al que yo le había dicho que no quería tener sexo con él, comenzó a decir que ya no sería posible que siga en la parroquia, que esas cosas se sabían y que era mejor que me fuera. Quise volver a Miami, pero me dijeron que no. Que mi ida anterior no les había gustado. En esos años había muerto mi madre, que era lo único que yo tenía como familia, y ya nada me haría volver a Cuba. Y decidí conocer Argentina, que nunca había podido conocer, cuando había querido, porque cuando estaba el uno a uno era muy caro. Ya conocía España y otros lugares, pero no Argentina, y estaba muy interesado en conocerla. Vine y conocí aquí un chico uruguayo, me enamoré y me quedé con él. Me fui a Uruguay, a un pueblo muy pequeño. El no estaba definido, no se asumía como homosexual. Tenía novia, porque en el pueblo no podía decir lo que era, y mientras tanto vivíamos con su madre, en una casa muy pequeña. Yo me quedé con ellos casi dos años hasta que un día vino el chico y me dijo que su novia estaba embarazada y que se pensaba casar. Entonces me volví a la Argentina.

Aquí en Buenos Aires –avanzó en el relato Virgilio-, en la anterior estadía,  había conocido a alguien y vine a tratar de volver a contactarlo. Antes de conocer a mi ex pareja, en un bar de zona norte, yo estaba sentado en la barra. Vino el barman, me acercó una copa y me dijo:

– Se la envía el señor que está en la punta de la barra.

Yo no podía creer que alguien se hubiera fijado en mí. Le agradecí con la mirada y se acercó. Cuando se presentó me quería morir. Me dio un ataque de nervios tal, que yo no podía controlar - dijo Virgilio estremeciéndose al recordar aquel malestar.

– ¿Por qué? –Pregunté – ¿Era muy feo?

– Para nada. Era enorme y con una solemnidad que yo conocía bien, se presentó como monseñor Alejandro. Yo pensé que era una broma, o que alguien me espiaba y me perseguía, y no quise nada con él esa vez. Me había quedado igual con su teléfono, y cuando regresé de Uruguay, lo llamé. Me recibió en su casa y me explicó “monseñor” de dónde era. Tiene su Iglesia propia y es su autoridad máxima.

– Ah, ¡Alejandro! – Exclamé.

– ¿Lo conoces? – Dijo asombrado.

– Claro, estudiamos unos años juntos en el seminario. Ahora lo veo cada tanto en las fiestas de Osos.

  Pero vos estudiaste en un seminario, ¿Cómo es eso, chico? ¿Es que tú también eres sacerdote? – Dijo, mezclando el “vos” y el “chico” que delataba el cubano que todavía le hervía en la sangre pero ahora domesticado por su estadía porteña.

– Bueno, eso te lo respondo después, ahora seguí con tu historia, ¿Qué pasó con Alejandro?

– ¡Conocés a Alejandro, qué pequeño es el mundo! – Dijo, entonces dudó –  ¿Pero estás seguro que es el mismo Alejandro?

Busqué en la agenda de mi celular y le leí el número de la casa del monseñor.

     – Sí. Ese es el número. Es el mismo. Bueno, qué sorpresa. El me contactó con una Iglesia de la provincia de Córdoba, aquí en Argentina, que me podía recibir como cura. Me puse en contacto y me recibieron. Pasé allí un tiempo, pero no me convenció. Decidí volver a los Estados Unidos, no a Miami ni a Puerto Rico, donde ya sabía que no me recibirían, sino que fui a Chicago, a un convento de clausura.

– ¡No! ¿Cómo a un convento de clausura? – Indagué.

– Sí, un convento de clausura.

– Y no aguantaste– dije convencido.

– Sí, como que no.

– ¿Y que hacés acá?

– Es que ellos, los monjes de Chicago, tienen problemas para obtener el reconocimiento oficial de la Iglesia de Roma, y tienen un contacto con una gente de Brasil, de Río de Janeiro, que les puede conseguir el reconocimiento vaticano, si se unen a ellos. Y yo vine a hacer el contacto con ellos y si me parece bien, dejo el convento y voy a la parroquia en Río que administra esta gente.

– A eso viajaste entonces a Río, no por negocios como me dijiste.

– Es que no puedo decir quien soy a todo el mundo, si no siento confianza, y menos a alguien que conocí en un boliche gay.

– Entendido. Disculpame la indiscreción, pero ¿todos estos años de qué viviste? Porque por lo que entendí tu familia se quedó sin recursos, no tenés más familia y hace años que no ejercés de cura.

– Es que tenía unos ahorros de los años que trabajé en Estados Unidos.

– ¿Soy muy naif si pregunto si los amigos del gran Buenos Aires existen?

– No, no existen. Vivo en un hotel, acá en Sarmiento al 1200. A la vuelta del obelisco.

– ¿Por unos días? – Concluí.

– No, hace tres meses que estoy aquí.

– Bueno, se ve que pudiste ahorrar bien con las limosnas.

– Sí, algo. Pero bueno, seguro Raul te habrá contado el incidente del llamado telefónico y estarás al tanto.

– Sí, me contó. ¿Y ahora? – Pregunté.

– Ahora me quedo unos pocos días más, y tengo que regresar a Chicago. Allí voy a hacer la profesión religiosa, tomar los votos de la congregación en la que estoy. Y de allí vuelvo a Río, a trabajar en la parroquia.

– Bien. Ahora sí es mi turno, te cuento mi historia y vemos si encontramos algunas simetrías. Acá va.

 

lunes, 19 de noviembre de 2012

Hotel “3 C”


Es muy probable que la mayoría de aquellos muchachos ni imaginaran los servicios que aquel Hotel brindaba cuando llegaban hasta él, desde la periferia o desde otras localidades o para pasar unos días en la playa. Aunque también sospecho que -algunos, varios, muchos- llegaban por ese boca a boca que tan bien sirve para desparramar ese tipo de noticias.

Pero vayamos desde el comienzo.

Fue Rubén quien me llevó a ese hotel, pero por otros motivos. Rubén, algunos años mayor que yo, conservaba un par de amigos de sus años mozos, cuando los tres no contaban más  de 17 o 18 años. Los tres eran de la zona sur del gran Buenos Aires y se conocieron en aquellos pocos territorios de búsqueda al que la época los empujaba: los baños públicos, las estaciones de tren, la calle... Siguiendo la moda de la época, comienzo de los años 60, los tres adoptaron nombres femeninos, eran: la Pocha, la Tota y la Porota.

Atravesaron la juventud juntos. Haciendo levantes callejeros, compartiendo fiestas, alegrías y tristezas. Y con el tiempo se fueron perdiendo por el camino.

Varias décadas después se reencontraron. Fue cuando la Pocha le contó a la Tota que la Porota administraba un hotel en una ciudad balnearia.

Hacia allá fuimos con Rubén, a pasar un fin de semana largo. El dueño del Hotel era, además, ese tipo de hombre que te deja sin aliento cuando lo ves de repente: alto, ancho de espaldas, con una panza que invita a zambullirse en ella sin salvavidas, redondo por donde lo mires, abundante pelo negro apenas salpicado por hilos grises y un bigote de mexicano machote que intimida. Una especie de Sancho Panza de la costa argentina.


Yo miraba, un tanto sorprendido, el movimiento de aquel particular espacio y, cuando pude, le pregunté a Rubén por los muchachos (jóvenes, buenos físicos, bronceados) que pasaban siempre hacia el piso superior.  Rubén, con aquella sonrisa que se le escapaba de los ojos cuando quería ser malo, me responde: van al sector VIP.

Me quedé con eso. Imaginando.

Cuando quedamos a solas Rubén me cuenta el secreto. “Esos chicos son los que vienen a disfrutar del servicio “TRES C” que se ofrece en este Hotel.” Esperé la aclaración que no llegaba. Y yo estaba seguro que tres estrellas aquel hotel no era ni de lejos…

Derrotado por el silencio malicioso de Rubén, pregunto: “¿En qué consiste el servicio TRES C?” Rubén, satisfecho de poder contar el chiste, me responde: “Todos esos muchachitos que se hospedan en el piso superior del Hotel reciben el servicio VIP del dueño del lugar: Cama, Comida y Culo.”



viernes, 16 de noviembre de 2012

¿Vos sos zurdo?



                                                                       “La gente que me odia y que me quiere
                                                                       No me va a perdonar que me distraiga.”
                                                                       Te doy una canción
                                                                       Silvio Rodríguez

Hay días en que me da por hacerme el ambidiestro.

Uno de esos días, no hace mucho,  en casa de mi familia en Buenos Aires, al servirle café a una visita que había llegado recientemente, agarré la taza con la mano derecha y la cafetera con la izquierda.

“¿Vos sos zurdo?”  Preguntó la visita. Yo demoré un segundo la respuesta y agregó. “No políticamente, con las manos quiero decir…”

(Ese agregado final me impidió responderle: zurdo como Leonardo Da Vinci y puto como él.  #Gordoputomodoparanoico)



“Con las manos soy diestro, agarré al revés, solo eso; pero políticamente soy zurdo, sí, siempre lo fui.” Respondí mirando fijamente a los ojos a mi interlocutor.

“¿Y estás con este gobierno o en contra?” Fue la siguiente pregunta; y la relación me pareció bastante caprichosa.

Mordiéndome la punta de la lengua, de donde se me quería escapar un: “que tiene que ver el culo con la mermelada”, continué el diálogo.

“¿Vos querés preguntar si soy cristinista?” Pregunté a mi vez. “Sí esa es la pregunta, la respuesta es no. Pero si vas a criticar la situación de la Argentina de hoy, yo voy a defender esta gestión, y hablo de los nueve años de gobierno K, como uno de los mejores momentos que vivió el país. Si este es el país que imagino como el mejor país: no, de ninguna manera; pero se le acerca más que en otros momentos de nuestra historia reciente.”

Ya de regreso en Rio, dando una pasada por el sitio de contactos de Osos local, un lindo oso paulista me escribe: “acabo de regresar de tu país; muy lindo, lástima que esa presidenta lo esté destrozando”.

El espacio para escribir en un sitio de contactos personales no es abundante; es más para frases cortas del tipo: ¿tenés cámara? ¿Tenés msn? Entonces me limité a responde: “Yo no creo que mi país esté siendo destrozado, por el contrario, lo veo muy bien. Te diría sin temor a equivocarme que mucho mejor que Brasil”. “Tenés razón, - respondió- si vamos a comparar con Brasil, no hay nada que criticar. Pero te cambio de tema, yo te contacté porque quería decirte que me gustaron tus fotos; que estás muy lindo”.



Pero ya era tarde. El gordito era hasta interesante, pero esas personas que repiten discursos ajenos, sin el menor criterio propio o visión de conjunto, me deserotizan…



lunes, 12 de noviembre de 2012

Como piropos


Caminábamos un domingo por la tarde – Raul, Janio y yo- por la playa de Flamengo cuando un hermoso gordo pasa caminando en sentido contrario. Con Raul nos miramos, mano derecha en alto de los dos: la de Raul mostraba un cinco, la mía un cuatro.

Janio nos mira con la pregunta en los ojos. Y le contamos.

En Buenos Aires tenemos un amigo que instituyó un original sistema de calificación de hombres gordos hermosos. Estábamos sentados en la mesa de un bar, mi amigo admirador de gordos y yo, en la verada, en una avenida de Buenos Aires, cuando pasa una belleza digna de ser admirada y elogiada. Era mucho antes del matrimonio igualitario y de la consagración de la ciudad como el destino del turismo mundial gay que es hoy. No podíamos largarle entonces – con la misma incontinencia verbal que lo hacen los hombres héteros a las mujeres- el piropo que aquel monumento a la belleza nos inspiraba.


Si le hubiésemos largado un: “si te agarro te parto en ocho como una pizza”, lo más probable es que el episodio hubiera terminado en escenas de pugilato callejero. Entonces, ante la urgencia y la emoción, mi amigo le larga un: “Epa, epa, epa, epa…” Lo miré entonces con la misma pregunta en los ojos con que nos miraba Janio a Raul y a mí aquel domingo por la tarde de caminata por la playa.  

Mi amigo expone entonces: “No puedo piropearlo, entonces, lo califico, cuántos más “Epas” me arranca, es que con más ganas me encamaría con él. Un “epa, epa, epa” es que está bueno. Si son cuatro epas, muy bueno; cinco epas ya es lo máximo”. Termina su exposición como si explicara una teoría que resolvería un problema fundamental para la humanidad.

A partir de entonces, con Raul, pasamos a usar el sistema de calificación con todos los hombres que nos inspiraban aquellos elogios que no podemos expresar en voz alta. Para simplificar el sistema, comenzamos a calificar con las manos, de uno a cinco, a los hombres que nos gustan.

En esa situación nos sorprendía Janio aquel domingo. No habíamos votado unánimemente, pero un cuatro y un cinco indicaba que el gordo estaba más bueno que comer pollo con las manos.

Difundimos el sistema de calificación de hombres entre todos nuestros amigos. Aquí ya lo conocen todos. Y cada uno lo usa de acuerdo a sus gustos.

Se presentan entonces nuevos desafíos. ¿Qué pasa cuando el gordo nos arranca más de cinco epas? Decretamos que se convierte en un “mega epa”.

Ahora Janio, que incorporó el sistema a su discurso habitual, de vez en cuando nos sorprende con algunas definiciones: “Era un gordo mega, súper, recontra epa”. Y nos imaginamos la belleza de aquel gordo que merecía tal calificación.

Pero como en la variedad está el gusto, con Melo, un (gordo mega epa) amigo al que le gustan los hombres negros y flacos, el sistema comenzó a ser usado para calificar de acuerdo al gusto personal. Melo llega un día, diciéndonos:”conocí un negro seis epas”.

Con Raul nos reímos mucho, felices de que el sistema ya haya cobrado vida propia. 



viernes, 9 de noviembre de 2012

Osos en Marcha

Como cada año, los Osos volveremos a estar presentes en la XXI Marcha del Orgullo de la ciudad de Buenos Aires.


Como en años anteriores, este también estaremos en el escenario, dando nuestro mensaje. Más de una vez tuve el privilegio de ser el portavoz de nuestra organización.


Y ser parte del OrgullOSO grupo de hombres, homosexuales y bien grandotes, que ganamos las calles de nuestra ciudad para reclamar por nuestros derechos y mostrarle al mundo que estamos felices de ser lo que somos.


La cita es mañana, sábado 10, desde las 15, en Plaza de Mayo. Marchamos con el lema: "Educación en la diversidad, para crecer en la igualdad".




miércoles, 7 de noviembre de 2012

8N - Un montón de boludos


La inminencia del 8N me hace recordar la enorme cantidad de boludeces que tuve que escuchar en mi último viaje a Buenos Aires, hace poco más de un mes.


Uno: cuando estoy en Argentina uso un celular prepago, de los que se recargan en los quioscos. Grande fue mi sorpresa cuando descubrí que para realizar dicha carga todos los quiosqueros exigen el cobro de 1 peso adicional. Cuando pregunté por qué recibí las respuestas más desquiciadas y mal educadas. “La culpa es de Cristina” fue la primera. “¿Por qué?” pregunté. “Porque el gobierno nos da el posnet para recargar la SUBE y se hace cargo de la conexión; mientras que las telefónicas no quieren pagar esa conexión, entonces nosotros cobramos 1 peso de recargo”.  ¿La culpa es de Cristina?

Dos: En un cumpleaños, un grupo de amigos del cumpleañero, mientras se quejaban de “la imposibilidad de viajar al exterior impuesta por este gobierno”, comentaban sus recientes viajes al exterior. ¿Se entiende? Lo llamativo es que declamaban en voz bien alta que seguirán viajando al exterior y comparando todos los dólares que quisieran en el mercado paralelo. A confesión de parte… Si sus ingresos fuesen en blanco, legales digo, no necesitarían del dólar paralelo, un 30% más caro. ¿No?

Tres: Me crucé con varios solipsistas. Uno me dijo: “Vos decí lo que quieras, per la inseguridad la mido por lo que le pasa a mi familia.” Otra, muy rubia ella, me dijo: “A mí, Macri, me resolvió el problema de las inundaciones en mi barrio. Lo voy a votar toda la vida”. A los dos intenté hablarles de la condición comunitaria en la que vivimos los humanos, de la objetividad, del bien común... No hubo caso.

Cuatro: “Somos varios lo que no usamos la SUBE”, me dice un conocido. “¿Por qué?” pregunté extrañado. “Porque si vos la usás todos los días en los mismos horarios y recorridos, el gobierno va a descubrir que tenés trabajo y te cortan las pensiones por invalidez”.

Cinco: “Cristina no me deja comprar dólares”, afirmó con candidez la señora. “No entiendo”, comenté. “Es que la AFIP me manda una carta porque dicen que no saben de qué vivo, ya que todos los meses cambio completas las dos jubilaciones, la de mi marido y la mía a dólares”.  “¿Y de qué viven?” Quise saber intrigado. “Del trabajo en negro que tiene mi marido.”

Seis: “Con los militares estábamos mejor.” Dijo, sin ponerse colorado, una persona que terminó el secundario. Tiene trabajo y un buen pasar.

Siete: “Con Menem estábamos mejor.” Dijo, toda desafiante, una joven maestra que no pasa de los 25 años y en los años del menemato era una nena…

Ocho: “¿Por qué tenemos que darles de comer a esos bolivianos que son unos negros de mierda?” Me espetó una maestra, con 25 años de docencia.

Nueve: “…Como todas esas pendejas de 14 años que se embarazan para cobrar el subsidio universal por hijo.” Esto lo escuché dos veces. Una mujer, muy maestra ella, y una mujer, muy católica ella.

Diez: “Todos esos montoneros que están en el gobierno, deberían estar presos”. Una maestra de más 55 años, con odio en la mirada.

Llegó un momento que me cansé de tanto boludo y de tantas bloludeces. De tener que convivir con tanto descerebrado hijos de puta. Me acordé de Tato Bores y su máquina decortar boludos.

En el 8N van a estar todos muy bien representados.


Creo que mientras gente como esta, con sus actitudes y su manera de pensar, cuando están (o están representadas) en el gobierno realizan limpiezas étnicas, los que creemos en un país para todos, mejor, con más inclusión, cuando nos toca gobernar, intentamos educarlos. 



lunes, 5 de noviembre de 2012

El bloguero K


Era noche de cena en el club de Osos de Buenos Aires. Llegué temprano porque hacía tiempo que no estaba por allá y quería aprovechar para conversar un rato con los amigos que organizan ese buen momento entre amigos. Faltaba bastante para que comenzaran a llegar los comensales cuando suena el timbre y voy a ver quien llama. Era uno de esos hombres que uno imagina (perfectos) en noches de insomnio: petiso, todo redondo, de barba y cabellos grises.


Le expliqué que faltaba aún una hora para el comienzo de la cena y me respondió que venía de lejos; preguntó si podía esperar allí. Le dije que no había problema y -ustedes saben lo que me cuesta- me ofrecí a hacerle compañía en la espera. 

Preguntó por algunos socios que había conocido en su anterior visita al club, hacía tres o cuatro años. A continuación y, sin que le pregunte nada, comenzó a contar una historia que, si fuera ficción, parecería poco creíble.

Inició el relato por el presente. Me dijo que es argentino, que vive en Brasil, que está en pareja con un brasilero de San Pablo mucho más joven que él y que estaba en Buenos Aires para resolver cuestiones de herencia. Unos minutos después ya me contaba la historia desde el comienzo.

Mi “hombre soñado” me cuenta que en los años 60 era cura, que ejercía su sacerdocio en una localidad del norte de la provincia de Buenos Aires y que su opción pastoral, acorde a los tiempos que corrían, era por los más pobres. En su tarea social, recorriendo las calles de los barrios más necesitados, conoció a una chica de la que se enamoró. A fines de los años 60 dejó el sacerdocio y se casó con aquella muchacha.

Juntos siguieron militando y fueron llegando los hijos. Entonces, la dictadura. En 1976, poco después del golpe, se exiliaron en Brasil, puntualmente en San Pablo, donde el obispo del lugar, Don Paulo Evaristo Arns, tenía una fuerte red solidaria para recibir personas en la condición de ellos.

Pero los años pasaron y aquel hombre que llegaba a sus cuarenta años se enamoró de un pibe brasilero de dieciocho. El ex cura comenzó entonces una vida repartida entre su familia y su amante. Enviudó y ya no volvió a frecuentar mujeres. A sus 60 años conoció al hombre de 20 del que se enamoró y era con el que vive desde hacía diez años.

A pesar del exilio nunca perdió su contacto con la Argentina y su realidad. En la actualidad, desde San Pablo, apoya el proyecto Popular y Nacional del gobierno de Cristina. Y se define a sí mismo como un bloguero K.

Su historia era apasionante. Pero (siempre hay un pero) mi interés se había centrado más en sus redondeces físicas que en sus peripecias vivenciales. Hacia el final de la cena, cuando imprevistamente anunció que se retiraba, me tiré a la pileta sin conocer la profundidad. Y, como era de esperar, choqué contra el fondo.

Agradeció mis elogios y me reiteró su afición por los hombres muy (pero muy) jóvenes. El hombre, que ya recorre su séptima década de vida, solo se sigue interesando por los hombres de 20; hasta 25 se estiraba. Yo iba a comenzar, con mi matemática absurda, a tratar de convencerlo que al estar conmigo y mis 51 años, era como estar con tres pibes de 17, pero intuí que esta vez no tendría suerte.


Me volví solo aquella noche. Pensando que la realidad es mucho más rica en argumentos que la ficción.



viernes, 2 de noviembre de 2012

15 años del Club de Osos de Buenos Aires


Hoy, 2 de noviembre, el querido Club de Osos de Buenos Aires cumple 15 años de vida.



Vivimos muchas cosas en este tiempo: logros, alegrías y tristezas.

Creando un espacio único dentro de la comunidad LGBT de la Argentina, convocamos a muchísimas personas que a través del club pudieron reconocerse en su identidad y orientación sexual.

En estos 15 años concretamos el sueño de la casa propia, tuvimos nuestro propio periódico, nuestro programa de radio, fiestas, cenas, bares, saunas, cines debate, viajes, red social propia, etc., etc.



Nos sumamos al foro de Diversidad Sexual del INADI y somos, desde 2006, miembros de la Federación Argentina de Lesbianas. Gays, Bisexuales y Trans.

Miles de personas pasaron por nuestras convocatorias. Muchos fuimos los que nos hicimos socios y, cada uno como pudo, aportó para que hoy el Club cumpla 15 años.

Siempre nombrar a algunos deja la sensación de injusticia. Pero eso no me va a impedir mencionar a Gabriel E. y Marcelo P. entre los que tuvieron la idea de fundar el club. Y el recuerdo con el afecto de siempre para el entrañable Rubén Terminiello, que nos dejó hace poco más de 2 años.

Club de Osos de Buenos Aires!

Salud!


El discurso de los Osos



Hace poco tiempo, de manera bastante casual, cayó en mis manos un libro que lleva por título: “El discurso de los Osos, otros modos de ser de la homoafectividad”, del escritor brasileño J.J. Domingos.

El trabajo es fruto de la investigación para su tesis de maestría en lingüística, la cual versó, precisamente, sobre el modo de vivir los Osos la homoafectividad dentro de la comunidad gay.



El libro comienza por los lugares comunes: definir qué es un Oso y todo lo que se supone que explica un trabajo de investigación dirigido a un universo que no es el de los osos. El autor hace una breve historia del movimiento de Osos en Brasil y, allí, hay un pequeño error; mejor dicho una omisión. El Primer Encuentro Latinoamericano de Osos (P.E.L.O.) no solo fue organizado por los incipientes grupos de Osos de Brasil, sino que conjuntamente con el Club de Osos de Buenos Aires. De allí el uso de la designación en castellano del término Osos y no Ursos en el nombre del encuentro.

Siendo un trabajo académico no extraña el uso de algunos términos un tanto técnicos. Pero eso no dificulta la lectura, que se hace llevadera.

Para quien conoce el mundo de los Osos no aporta mucha información nueva. Pero es para celebrar que la academia, el mundo de la universidad, se dedique a investigar sobre este tema en particular.

Un aspecto que me llamó mucho la atención es que haya usado para ilustrar el libro solo fotos de Osos de sitios norte americanos y europeos. Dado que el libro se publicó en Brasil, hubiese sido interesante que las fotos hubiesen sido de miembros del universo osuno local, ya que hay muchos miembros de la comunidad que están dispuestos a exponer su imagen públicamente.



El discurso de los Osos – otros modos de ser de la homoafectividad, de J.J. Domingos fue editado por la editora Marca de Fantasía, de João Pessoa, Paraíba, en 2010.

Se puede descargar de la web (en portugués de Brasil) en: http://www.marcadefantasia.com/ebook/discursodosursos-ebook.pdf



jueves, 1 de noviembre de 2012

El lado oscuro de la fe es la guita

El amigo Adrián Terrizzano (@AdrianTerri) me hizo una entrevista que la Revista Colonia Vela publicó en su último número.

Aquí un fragmento:


Existe un mito que dice que las prácticas homosexuales están muy difundidas entre sacerdotes. ¿Por tu experiencia, crees que es así?
La gran mayoría, por lo que vi  tiene sexo… algunos con hombres, otros con mujeres; y algunos pocos son célibes. Lo vi con mis propios ojos y lo viví personalmente. La gran mayoría, un 60 o 70 por ciento tienen sexo. Ahora no sé si ese es “el lado oscuro de la Fe”. Me parece que hay cosas peores.
¿Cuál sería el lado oscuro?
Mucha gente entra a la Iglesia para salvarse, pero no espiritualmente, sino económicamente. La guita es el verdadero dios de muchos. Autos, viajes, ropa, buena comida y la posibilidad de mantener romances, con hombres o mujeres, sin pasar privaciones. Habría que incluir a las otras religiones que aprovechan la ignorancia de la gente para convertirlos en fanáticos y sacarles toda la guita que puedan


Los que tengan ganas de leerla completa, pueden encontrarla acá.

Las fotos que siguen son las que ilustraron la nota en la edición en papel.

Con la primera participé del concurso BBB 2010 (Big Bear Brasil 2010), organizado por el site ursos.com.br.

La segunda fue tapa de la revista Bear Mais Magazine de San Pablo, en agosto de 2011.

La tercera es de la promoción de las fiestas TV Bear.