lunes, 27 de febrero de 2012

Comprando porro en Rio


(Este texto nació como introducción al que salió publicado en el número 5 de la revista Orsai. Pero lo descarté por que quedó demasiado extenso.) 

Cuando te prendés un porro en Río de Janeiro estás prendiendo mucho más que un rato de diversión.

El mega negocio por detrás del tráfico incluye armas, corrupción policial, corrupción política, especulación inmobiliaria, prejuicio social, mucha violencia y más muerte que en muchas guerras que se desarrollan hoy en el mundo, aún las consideradas más sangrientas.

Antes de venirme a vivir a Rio vi la película de José Padilha del año 2007: Tropa de Elite. Si en el film de 2002, Ciudad de Dios, de Fernando Meirelles, el panorama del ámbito del tráfico de drogas en Rio de Janeiro da miedo por el nivel de violencia ejercido por los traficantes y la falta de valor otorgado a la vida ajena, en Tropa de Elite se genera terror.

En el film de Meirelles (director entre otros films de Blindness, basado en Ensayo sobre la ceguera de José Saramago) se cuenta acerca del nacimiento y crecimiento del narcotráfico en las favelas de Rio desde los años 60 hasta los 80. El nacimiento de un grupo que controla el tráfico, la aparición de un segundo grupo que lucha por el mismo territorio, la guerra entre ambas facciones, los que les venden armas, la policía que permite... Existe un consenso aquí en Brasil (que se podría aplicar a otros países del área) que el “problema” de las drogas no era tal hasta que los Estado Unidos de América iniciaron sus políticas antidrogas en nuestro sub continente. Quienes vivieron en esta ciudad toda su vida me cuentan que en los años 60 o 70 los que usaban drogas (marihuana y cocaína, básicamente) eran un grupo mínimo. Están quienes señalan al gobierno permisivo de Leonel Brizola (dos veces gobernador del Estado de Rio de Janeiro entre 1982 y 1994) como el momento en que el tráfico se adueño de las favelas. Su postura era la de no subir al morro a reprimir. El resto es historia conocida: creció el consumo, el tráfico, aparecieron nuevas drogas, la corrupción y la brutalidad policial fueron el lamentable marco que posibilitó el fenómeno. En Tropa de elite en tanto,  la espiral de violencia a partir de los años 80 crece incontrolable; Padilha nos muestra como un grupo de traficantes del morro prende fuego a uno de sus enemigos, estando ésta aún vivo.

Otra mirada

Quedarse solo con la visión de la industria del cine, sería injusto (Tropa de Elite 2, de 2010, llevó 12 millones de espectadores a la taquilla, el tráfico es buen negocio hasta en la pantalla). El relato de los que cuentan la historia desde adentro es mucho más interesante. MV Bill, tal vez el rapero más conocido de Rio, enriquecido por sus ventas, sigue viviendo en la emblemática favela Ciudad de Dios, donde desarrolla emprendimientos sociales. Lo mismo que Mc Leonardo oriundo de la famosa favela la Rocinha, quien en sus colaboraciones para la revista Caros Amigos, señala claramente que la violencia de las favelas no es novedad: desde que comenzaron a crecer desorbitadamente en la década del 60, la violencia hizo parte de la vida cotidiana en ellas. La diferencia, señala Mc Leonardo, es que la censura de la dictadura no permitía que se publiquen esas noticias en la prensa, para dar imagen de ciudad segura y controlada. Además, la policía y el ejército de esos años – hoy sabemos financiados por la CIA- perseguían furiosamente a los ‘comunistas’ y los mataban indiscriminadamente. Así, las víctimas de la violencia cotidiana junto a los asesinados por la dictadura, entraban en el mismo anonimato. En ese contexto aparece el vendedor de droga en la favela, y el vecino que no estaba de acuerdo con ese nuevo comercio, era asesinado y caía en el olvido junto con los comunistas y las víctimas de la violencia generada por la pobreza.

El Brasil de la dictadura es un Brasil empobrecido hasta niveles insospechados. Frente a la falta de trabajo, el padre de familia que vivía en la favela en esos años encontró en la venta minorista de droga el trabajo que el estado y la sociedad no le ofrecía. En los años 80 la droga comenzó a llegar en grandes cantidades entrando junto con gran cantidad de armas. Pero el nombre de “traficante” se aplicó solo a los vendedores pobres de las favelas y no los que ingresan los grandes cargamentos. El Comando Vermelho (organización delictiva que algunos sostienen que nació cuando los delincuentes comunes conocieron en las cárceles de la dictadura a los militantes de izquierda y aprendieron de ellos su organización) se ganó la simpatía de los vecinos de las favelas haciendo asistencialismo.

La llegada de la democracia no modificó la realidad de los favelados. Los mismos empresarios que financiaron la dictadura ahora financian a los presidentes democráticos. Y así como los generales ignoraron a los pobres, los políticos actuales solo los usan para enriquecerse. Mientras tantos tanto, los traficantes que en los 60 escondían sus modestas pistolas hoy exhiben sus ametralladores en cada esquina de las favelas controladas por el tráfico.

Los intelectuales realizaron y realizan sesudas investigaciones sobre la realidad de las favelas que, desde hace unos pocos años,  ingresaron al circuito turístico de la ciudad: “ya que la pacificación permita visitas seguras” aseguran. Los habitantes de esos barrios frente a esto se enojan y rebelan y critican duramente a quienes desde los medios corporativos mienten difundiendo ese tipo de estudios llamados científicos. En 2009, Jô Soares, en su late show que transmite la red Globo, afirmó: “siempre hay alguien dispuesto a pagar para ver la pobreza ajena” y cuando el entrevistado le informó que la mayoría de los que pagaban por esos tours eran europeos, Jô concluyó: “A ellos siempre les gustó de ver a los exóticos”. Y agregó: “Que van a hacer los pobres, mudarse a Leblón (uno de los barrios más caros de Rio, donde un departamento de 600 metros cuadrados fue vendido este año en 20 millones de dólares).” Para rematar su chiste, el simpático presentador, agregó: “Los artesanos de las favelas podrían hacer unas favelitas en miniatura con sus barcitos de borrachines, los puntos de venta de drogas y los policías militares por las calles”. Claro, todo esto lo dijo después de decir que quien visita las favelas como atractivo turístico es “medio enfermito”.

Los que ven la favela como un problema, se equivocan. La favela fue la solución que encontraron los pobres para sobrevivir en una ciudad sin planeamiento urbano que los rechazaba. Lo que existe sí es una gran especulación inmobiliaria. El Morro de los Placeres, el punto más alto de la ciudad de Rio ocupado por favelas está siendo desocupado de sus moradores pobres e ilegales, porque desde allí se tiene una de las mejores vistas de la ciudad y en breve será vendido legalmente por valores indecentes. En estos tiempos en que solo se habla de la Copa del Mundo del 2014 y de la Olimpíadas de 2016, las topadoras del gobierno de Rio arrasan las favelas ubicadas en los puntos de la ciudad donde se construirán lujosos hoteles para los turistas. La solución habitacional para los pobres, como siempre, una vergüenza.

La policía es la policía

En el primer congreso de la Asamblea Nacional de los Estudiantes realizada el pasado mes de junio, se debatió sobre la criminalización de los movimientos sociales. Los estudiantes abordaron la discusión en torno a la huelga de los bomberos de la ciudad de Rio que fueron encarcelados por haber ocupado su cuartel durante la protesta. Aquí el bombero es parte de la estructura militar. Y militar y policía se identifican. Algunos estudiantes radicales sostenían que policía siempre es policía en cualquier lugar. Negándoles a los bomberos su derecho a ser incorporados al movimiento de trabajadores. Así las cosas.

Es que sí los traficantes de las favelas meten miedo, la policía mete mucho más miedo. Las estadísticas indican que la policía de Río de Janeiro es la que más asesina en el mundo entero. (En Rio, con sus 12 millones de habitantes, se cometen 15 mil asesinatos por año). Existen en esta ciudad tantos muertos “en tentativa de fuga” que la justicia ya no reconoce como válida esa figura y en cada caso se reconstruye el episodio para ver que pasó. El pasado mes de junio, un chico de catorce años desapareció. La policía informó que hubo un enfrentamiento con traficantes de una favela. Según la policía uno de los delincuentes murió en el acto, otro quedó herido y el tercero había conseguido darse a la fuga. Cuando se reconstruyó el hecho la justicia pudo establecer que no hubo enfrentamiento, que solo la policía había disparado, que el muerto era un trabajador honrado y que como la familia del desaparecido se movió en reclamo de la aparición del chico, un par de semanas después apareció el cadáver a unos pocos kilómetros del lugar del hecho, flotando en un río.

El argumento de la policía siempre es el mismo: enfrentamiento con traficantes. Lo que quiere decir: limpieza a cargo de los escuadrones de la muerte (que existen en Rio desde la década del 50, según cuenta Zuenir Ventura en Ciudad Partida) o ejecución de quienes no se encuadran en su esquema de corrupción. No hace mucho, surgieron en Rio nuevos grupos de “milicias” que, por la fuerza de las armas, controlan los territorios que antes controlaban los traficantes. Al comienzo los moradores de esas barriadas los recibieron con gratitud. Pero el idilio no duró mucho. El episodio que mostró la verdadera cara de estos escuadrones de la muerta se conoce como la masacre de La Candelaria: un grupo de chicos de la calle que dormían frente a una Iglesia del centro de la ciudad y fueron fusilados mientras dormían; los sobrevivientes identificaron a los pistoleros como policías o ex policías. Es el periodista Zuenir Ventura, en su libro Ciudad Partida quien cuenta ese y otros episodios de masacres ejecutadas por estos grupos parapoliciales como la de la favela Vigario Geral, donde los policías militares fusilaron veintiún vecinos en venganza por el asesinato de cuatro policías militares que luego se supo, confirmado por los propias traficantes, eran parte de la red de tráfico de la favela que querían robarse un cargamento de cocaína. Los milicianos, luego de apoderarse de los territorios,  comenzaron a funcionar al estilo mafioso, cobrando por seguridad primero y por servicio ilegales (televisión por cable ilegal), después.

Estado de sitio

Y si parece, al consumir los grandes medios, que el estado se ocupa de combatir el tema de la droga, lo único que en realidad  hace es castigar al consumidor y el pequeño traficante. Los grandes importadores y distribuidores que viven en los departamentos más lujosos de la zona sur de la ciudad, casi nunca son presos. Pero si un pibe de cualquier favela o un pibe negro o mulato en cualquier zona de la ciudad, es detenido con un mínimo de marihuana, es preso y va derecho a la cárcel. Y las cárceles de Brasil tienen un record único en el mundo: allí se tortura más ahora, en democracia, que durante la sangrienta dictadura que gobernó el país de 1964 a 1985, según constata la investigación de la periodista Lucia Rodrigues.

En noviembre de 2010 se llevó a cabo un operativo espectacular para “pacificar” el Complejo del Alemán, como se denomina el conjunto de trece favelas de la zona norte de la ciudad. La pacificación de Rio recuerda a la Pax Romana: o te quedás piola o te paso por encima. Y eso fue lo que hizo el estado de Rio. No solo la policía, sino el ejército con tanques blindados incluidos. Avanzó a los tiros sobre una comunidad con una gigantesca población desarmada. Convengamos: el territorio estaba controlado por traficantes, pero la inmensa mayoría de los habitantes es simplemente gente pobre. Frente a la barbarie de las fuerzas públicas y como estaba siendo televisado en directo, los vecinos salieron a la calle para ser filmados con carteles improvisados hechos en cartulina repudiando la violencia con la que se buscaba pacificar el territorio. El saldo oficial fue de unos pocos muertos y algunos pocos detenidos. Días después del hecho conversé con Lucicleyde, una señora que trabaja en uno de esos barrios, en una dependencia oficial. Me contó que los vecinos reclamaban por ciento cincuenta desaparecidos. En los medios locales no salió una palabra del tema. Leí días después, en Página/12 de Argentina, que el tribunal internacional de La Haya aceptó el reclamo formal de algunos de los familiares de los desaparecidos (47). Volví a hablar con la vecina y me contó que de la floresta, al tercer día, comenzó a llegar un fuerte olor a podrido. La municipalidad envió unos sospechosos camiones para residuos que, vistos por primera vez en la historia de esa parte de la ciudad, entraron al mato y se llevaron con ellos lo que generaba el mal olor. Es vox populi que unos ciento y cincuenta traficantes fueron fusilados en la floresta y poco después retirados sus cadáveres.

Pero la espiral de violencia no llega solo a los pobres. El pasado mes de agosto, un grupo de Policías Militares condenados por sus delitos (y aún así libres), fusiló con veintiún tiros a la jueza Patricia Ascioli que metió presos a decenas de policías corruptos. A un mes del asesinato de la jueza fueron detenidos un teniente y dos cabos de la policía militar de Rio de Janeiro señalados como autores materiales del homicidio. No se detuvo al autor ideológico aún. Hay hoy en Brasil unos cien jueces amenazados de muerte.

En este contexto salir a buscar porro en Rio, es más que salir a buscar un rato de diversión.



martes, 21 de febrero de 2012

Gordo puto en Orsai




Pensé titular este texto: De cómo me enamoré de Casciari. Pero imaginé las malas interpretaciones que podrían hacerse al respecto y lo cambié por el que aparece en el encabezado.

Y este post no se trata de que su autor (o sea yo) haya quedado fuera de juego en una de sus andanzas que involucran gordos hermosos, sino que en la última edición, la número 5 de la Revista Orsai, se publica un texto con su (mi) firma.

A Hernán Casciari lo descubrí de casualidad. A comienzo de los años 90 yo colaboraba con un periódico de Luján (Buenos Aires, Argentina), donde vivía, y hasta allí llegó un distribuidor de una curiosa revista: La Ventana. Con los amigos de aquellos años nos hicimos fanáticos de aquellos textos desopilantes intercalados con investigaciones serias. Y es que los textos desopilantes siempre parecían anécdotas mejoradas, donde impecables giros dramáticos te dejaban sin aliento.

En el staff de la revista, que se editaba en la ciudad de Mercedes –distante pocos kilómetros de Luján-, figuraba el nombre de Hernán Casciari. Para nosotros, entonces, un total desconocido.

Fue un año después de conocer la revista que recibimos una invitación para escribir allí. La propuesta: abordar temas policiales resonantes y sin resolución o con resolución dudosa. La propuesta era más que tentadora, pero el riesgo era mayor. Ante nuestra reticencia, el editor nos ofreció que firmásemos nuestros textos con pseudónimo, que él asumiría la responsabilidad. Aceptamos y fue así que nació el periodista Domingo Blajaquis. Se publicaron los primeros textos, escritos por otros de los periodistas del grupo, sobre asesinatos que involucraban a las dos ciudades.

Mi fuerte no era escribir policiales, pero llegó una sugerencia que no pude rechazar: nos pedían que escribiésemos sobre el asesinato de un cura que había sido párroco en Luján (ciudad que pertenece a la diócesis de Mercedes) y cuyas implicancias señalaban hacia la curia local de manera insistente. Y yo era –de aquel grupo- quien más conocía sobre el tema.

Se cumplía el primer año del crimen y no había ninguna novedad en la causa. Escribí lo que yo sabía y lo enviamos. La revista lo publicó completo. Tuvo buena repercusión y me pidieron una segunda parte. Esa continuación fue tapa de la edición y parte del texto se leyó al aire en Radio Del Plata de Buenos Aires. Las repercusiones aumentaban y pidieron la tercera parte. Y luego la cuarta.

A esa altura ya visitaban la ciudad policías encubiertos que buscaban al tal Blajaquis. Pero me estoy desviando del tema de este post.  Algún día contaré completa esa historia.

Poco tiempo después fui hasta Mercedes por otros motivos y decidí pasar por la dirección que figuraba en la revista como redacción. Era una casa antigua. Y la redacción era el comedor de la casa, donde el dueño-editor estaba con su computadora. Y eso era todo. Al rato, llega un gordito de veinte y pocos años y me es presentado como Hernán Casciari.

De regreso a Luján, conversando con el grupo de amigos sobre la experiencia, concluimos que varios de los nombres que figuraban como colaboradores eran pseudónimos que usaba Casciari para llenar las páginas con sus historias geniales.

Algunos años después llegó el Chiri a vivir a Luján. Entró a trabajar en el periódico y nos hicimos amigos. Una tarde de sábado, mientras tomábamos unos mates en su casa, llega Casciari. Y ahí supe que eran amigos. La última vez que lo vi fue cuando vino a despedirse porque se iba a vivir a España.

Algunos años después, mi amiga Tere me manda un mail contándome que había descubierto un blog donde el narrador parecía que contaba las historias que yo le había contado algunos años antes cuando había descubierto a los Osos. Era el blogde Xtian. Por ese blog descubrí Orsai.

Era 2004 y el blog de Casciari tenía una sección muy original: El lomo. Allí todos los que tuvieran alguna inquietud para escribir sobre libros, cine, TV, internet podía simplemente solicitar una clave y comenzaba a publicar. Yo había completado un curso de crítica de cine en la escuela El Amante y estaba muy entusiasmado con poder publicar mis críticas. Mientras duró El lomo, publiqué allí mis críticas cinéfilas.

Seguí leyendo todo lo que surgía de la usina Casciari hasta la última aventura: La revista. Jamás pensé que podría publicar allí. Pero, una vez más, me equivoqué. La revista ya está distribuyéndose (en este momento está viajando a Europa) y mi texto –gracias a la generosidad de sus editores-  está allí.

El autor de este blog está feliz de estar en Orsai. Es decir, más feliz que puto con dos culos.



lunes, 13 de febrero de 2012

El radar para detectar gays


‘Esta vez me falló el Gaydar,’ nos dijo Lucio. ‘Aunque tenía muchísimos deseos que Melo fuese de nuestro equipo, me daba toda la impresión que no era.’

Los gays solemos jactarnos de tener un radar que nos permite saber, con solo mirar a un hombre, si es o no gay. Aunque a mi me había pasado más de una vez, eso de no saber detectar si era o no. Esa cosa de ser engañado, porque se aparenta algo que no se es.

Cuando hacía poco que había dejado el seminario, entré a trabajar en un canal de televisión donde, el encargado de ventas, era un gordo perfecto. Un hombre de unos 45 años, sonrisa amplia, pelo negro y corto, manos grandes, casado, tres hijos. No solo era lindo, de facciones armoniosas, redondeces apetecibles, también tenía un trato agradable y esa ambigüedad fuera de contexto. No tenía un solo gesto que lo anunciara como un hombre al que podían gustarle otros hombres; mucho menos se le desviaba la mirada delatora. Pero numerosas veces, sin motivo aparente,  se quedaba conmigo en la sala de edición, los dos solos. Le gustaba ver como yo trabajaba, decía.

Un día llegó muy silencioso. Apoyó una de sus manos en uno de mis hombros y allí se quedó un largo rato. En ese momento no supe definir la situación. Mi Gaydar me había dado señales equivocadas y no supe reaccionar.

El relato de Lucio tenía un punto en común con mi antigua experiencia. La mano en el hombro.

Melo, el dueño del departamento que Lucio alquila, lo llamó por teléfono y le dijo que necesitaba hablarle personalmente; preguntó, amablemente, si podía pasar por el departamento. Cuando ya en el lugar, el dueño le comenta a Lucio que necesita el departamento, porque se está separando de la mujer y ella va a vivir allí, Lucio se pregunta (y nos cuenta): ‘¿No podría habérmelo dicho por teléfono? ¿Necesitaba darme detalles?’

Lucio ya nos había contado que cuando conoció al dueño del departamento lo había encontrado más que atractivo. Un hombre de unos 50 años, masculino, bastante canoso, con las redondeces necesarias para ser de su agrado; el tipo de hombre con quien él tendría una historieta. ‘Pero,’ había dicho en aquella ocasión, ‘mi Gaydar me dice que no es del gremio.’  

Ahora, después de anunciar que necesitaba el lugar y sin ninguna necesidad aparente, pidió si podía quedarse un poco más allí, haciendo tiempo hasta el siguiente compromiso. Lucio accedió y preguntó si no le molestaba que él siguiese trabajando en su computadora y le dio la espalda. Unos minutos después Lucio sintió una mano en su hombro. No la rechazó. La mano se quedó allí. Finalmente, Melo, dueño de la original mano boba, anunció que tenía que irse.

Cuando Lucio lo fue a saludar, el propietario, en lugar de los habituales parcos apretones de mano,  le dio un abrazo excesivo; absolutamente ambiguo. Pocos minutos después suena el celular de Lucio, era el dueño del departamento diciéndole que había quedado muy excitado. Lucio fue directo: ‘bueno, entonces volvé,’ le dijo. Y Melo volvió.

Cuando nos contaba no pudimos con nuestra curiosidad malsana. ‘¿Y qué te pareció? ¿Es un hétero arrepentido? ¿Era su primera vez?’, preguntamos atropellándonos y casi a dúo con Raul. La respuesta nos sorprendió. ‘Para nada,’ contó Lucio, ‘voy a tener que ajustar en serio mi Gaydar, es toda una lady en la cama. Ese culito está muy bien trabajado, yo creo que debutó cuando estaba en las divisiones inferiores.’ ‘¿Entonces, va a haber más?’ con Raul ya éramos dos descarados gordos chusmas. ‘Parece que sí, no deja de mandarme mensajitos de texto. Pero ahora tengo que anunciarles que me voy a convertir en Harry Potter.’ Concluye Lucio, enigmático. No nos quedó otra alternativa que preguntar: ‘¿Por qué?’ Teatralmente Lucio nos respondió: ‘Porque dice Melo que está fascinado con mi varita mágica.’ 



viernes, 10 de febrero de 2012

Terapia de grupo


En una tarde de playa, en Copacabana, cerca de la barraca de Paulo - el quiosco de bebidas y alquiler de sombrillas donde nos acomodamos los hombres que buscamos hombres que entendemos valen la pena para nosotros -, los conocimos. Eran el destino de las miradas de todos los adoradores de gordos que esa tarde decidimos ir a probar suerte bajo el sol (convengamos, nadie va por el mar templado, ni la arena blanca, ni el agua de coco helada, ni los 40 grados, ni ninguna de esas cosas de turistas).

Después de chequear -vía contacto visual- que había onda, me acerqué a saludar. Caipiriñas en mano: dos, una para cada uno de los hermosos gordos que, de provocativas sungas, me recibieron sonrientes. A los pocos minutos juntamos las sillas y olvidamos las sombrillas. El sol ya caía.

Como sospechábamos con Raul, no eran de Rio. Estaban de vacaciones. La charla avanzó por el lado de las parejas. Se asombraron con nuestra historia y comenzaron las preguntas: que cuánto hace que están juntos, y cómo fue eso de vivir uno en cada país durante todos esos años, y son pareja abierta entonces, y no les da celos, y siempre es los juntos la cosa o cada uno puede por separado, etc., etc.

Imaginé por donde venía el interés del interrogatorio y con un par de preguntas confirmé mis sospechas. Estaban en pareja hacía un par de años y esas vacaciones decidieron que era el momento de abrir el juego. Pero estaban inseguros.

Después de la playa fuimos a cenar. La tensión sexual se podía casi tocar. Preguntas que no disimulaban los dobles sentidos ni las claras intenciones de ir a la cama, los cuatro. El más robusto, el de los tatuajes, se comía a Raul con la mirada; el más rubio, me apoyaba la pierna por debajo de la mesa sin dejar lugar a la menor duda sobre sus intenciones.

Sin preámbulos anuncié que íbamos a tomar el café en casa. Nadie se opuso.

Durante el viaje, el de los ojos claros,  trataba de explicarme que era su primera vez que, con esta pareja, hacían algo así, que tenía cierto temor, que patatín, que patatán… ¿Qué le podía decir? Dije lo que él esperaba oír: “nadie va a hacer nada que no tenga ganas, ¿de acuerdo?”

Ya en casa, pensando que era evidente que cada uno tenía su predilección, nos separamos por parejas. Mi rubio, miraba todo el tiempo hacia el lugar donde estaba su tatuado. Comenzó a disculparse diciendo que no estaba tranquilo y pidió si podíamos estar los cuatro juntos. Prendí la luz y Raul pasaba por una situación idéntica.

Desnudos como estábamos, nos sentamos en ronda y comenzamos a conversar como en una singular terapia de grupo. Fue entonces que el más rubio, el de los ojos claros, contó que con una pareja anterior había tenido malas experiencias al respecto. Contó que el otro podía hacer lo que quería y él tenía que aceptar lo que venía. Ahora quería tener más control de lo que pasaba. Contó que él se había imaginado que estaríamos los cuatro juntos y, luego, veríamos qué pasaba.

Raul, sin experiencia en terapias, pensó que todo había naufragado y propuso dejar todo ahí. Se puso de pie, lo mismo que los indecisos tortolitos, como para dar por finalizada la sesión. Entonces se me prendió una alarma interior y entendí que tenía que actuar rápido. Ya también de pie, abracé al rubio y a Raul que tenía a mis lados y juntando a todos en un apretado amontonamiento – que no abrazo - comencé a besar al tatuado que tenía enfrente, sin soltar a los otros dos. Al separarnos, fue el turno de los otros dos de fundirse en un beso. Ahí el nudo se desató y sucedió todo lo que podía suceder entre cuatro hombres que se tenían ganas.

Antes de despedirnos, como aplicados pacientes de una terapia sanadora, nos volvimos a convocar para la siguiente sesión.  



miércoles, 8 de febrero de 2012

Osos y mujeres (todo es relativo)


Leyendo una de las últimas entradas de los amigos de San Pablo, los Dois Ursos, me encontré pensando en cosas que tenía bien guardadas en un rincón de la memoria. Recordé que cuando comencé a frecuentar las fiestas de Osos, en la entrada a las fiestas, había un cartelito que decía que los organizadores se reservaban el derecho de admisión. Pregunté y la respuesta única que recibí fue que no querían mujeres en los encuentros de Osos.

Por suerte las cosas cambiaron en poco tiempo. Como a la fiesta aniversario del club sí podían ingresar mujeres, luego de un razonamiento mínimo, ya al siguiente año comenzamos a aceptar la presencia de mujeres en las distintas actividades.

En poco tiempo ya era habitual ver mujeres en nuestras fiestas, bares, cenas… Susana, mi hermana, la del sueño ¿se acuerdan?, se sumó - ante la defección a último momento de uno de los Osos que se había comprometido a participar - como actriz improvisada en un sketch  que hicimos en una fiesta. Historia que ya les contaré en otro momento.

Es más, la fiesta aniversario del los Osos en Buenos Aires más celebrada fue la que tuvo una mujer como artista invitada.

Hasta en algunas oportunidades (muy pocas, hay que decirlo) compartimos la pileta de la casa del club con algunas mujeres.

Desde hace años me pregunto: ¿Cuál es el motivo de esta segregación? ¿Será que nos da temor la competencia, ya que tenemos el mismo objeto de deseo?

Todo el discurso de que a los Osos nos atrae lo masculino, lo viril, los pelos, las panzas, etc., me parece relativo. Vi tanto al mejor Cazador y como al Oso más masculino entreverarse con los hombres más afeminados que la mente humana pueda concebir.

¿Entonces? 

Soy un eterno agradecido a la existencia de los espacios para Osos, pero no me molesta que se sume quien tenga ganas. Yo tengo claro lo que procuro y nada ni nadie, presente ocasionalmente en esos espacios, me hará modificar eso.

Como dijo alguien por ahí: hay tantas sexualidades como personas sobre la tierra.

Bonus:

Estaba esta semana en la caja del supermercado pasando mis compras, cuando la joven que atendía me mira y me larga a quemarropa:

- Antes los hombres no venían al supermercado a hacer las compras. Ahora no solo se los ve, sino que son los que mejor saben comprar. 

Le sonreí enigmáticamente cual Mona Lisa. Le iba a decir: “Chiquita, es que la señora de la casa sabe, ¿viste?” Pero para qué desilusionarla, ¿no? 



lunes, 6 de febrero de 2012

Filmando con Scorsese


En una página de contactos de Osos encontré el perfil de una pareja de canadienses que venían de vacaciones a Brasil. ¿Vacaciones con derecho a roce? Pensé.

Los contacté y comenzamos a intercambiar mensajes. Ellos visitarían primero Salvador, luego Rio, para seguir a San Pablo y, finalmente, las cataratas del Iguazú.  Combinamos que en su pasaje por Rio nos conoceríamos para tomar algo o cenar. Así fue. Cuando estaban por llegar a la ciudad me dejaron un mensaje en mi perfil,  proponiendo que nos encontremos para cenar en un shopping de zona sur.

Cuando llegamos con Raul vimos que además de los canadienses estaban otros dos lindos Ositos sentados a la mesa. La charla durante la cena circuló por temas esperables: viajes, ciudades, profesiones, comidas, etc. Nada hacía pensar que pasaríamos al siguiente nivel en ese juego que se convertía cada vez más en virtual.

Ya nos despedíamos, cada pareja frente a un taxi que la llevaría a su destino. Al momento de abrazar a los canadienses, ante el prolongado abrazo de uno de ellos, le pregunté si no  podríamos volver a vernos. Respondió que le quedaban dos días en la ciudad, que el último día tenían un paseo contratado, pero que la tarde siguiente la tenían libre. La otra pareja, la de cariocas, atentos, ofrecieron su casa para juntarnos los seis. A eso de las siete, propusieron. De acuerdo, concordamos todos.

Ya en plena acción – la de todos contra todos- uno de los canadienses sacó una cámara. Puso carita de “todo bien si saco unas fotos”. Pusimos carita de: “vos dale, que nosotros posamos”.

Yo estaba muy concentrado en mi labor con el otro canadiense. Las circunstancias eran propicias y pasé de nivel (¡qué lindos los juegos que no son virtuales!). El canadiense de la cámara estaba tardando mucho con la foto que nos tenía de protagonistas. Mi ocasional pareja, entonces, notando que ya no eran fotos sino filmación, largó un: “¡Oh, yes! ¡Yes! ¡More, more!”

Fue ahí que me sentí como en una película de Scorsese: Yo ya había dejado atrás La Edad de la Inocencia, conocía El color del dinero, había recorrido muchas Calles Salvajes y esa tarde me sentía un Toro Salvaje rodeado de Buenos muchachos, dispuesto a jugarme todo en ese tentador Casino. Había recibido muchas Lecciones de vida y ni siquiera el más avezado Aviador, ni las más aguerridas Pandillas de Nueva York –más algunos Infiltrados- con intención de llevarme a una Isla siniestra o a un Cabo de miedo me sacarían del lugar en el que estaba; ni siquiera el temor de quedar Después de hora a merced de un Taxi Driver. Fue entonces que me sentí El rey de la comedia, capaz de cantar New York, New York como Liza y, mirando a cámara, dije mis líneas; imperturbable: “Oh, I’m coming, I’m coming”.

La carcajada general cortó el clima. Nos bañamos, nos vestimos y salimos los seis a cenar como corresponde. 



jueves, 2 de febrero de 2012

Un rubio de bikini blanca


Cuando llegué a aquella fiesta de Osos en El TV Bar, un deslúmbrate chubby rubio me acaparó la mirada.

Yo había ido acompañando a unos amigos argentinos que estaban de vacaciones en Rio. Nos acercamos a la barra a ver qué bondades ofrecía. Sebastián, el más joven de mis amigos, con la lista de tragos en mano, dijo que nunca había probado la absenta, que quería experimentar. Yo tampoco la había probado. Pedimos dos. Alberto, mi otro amigo, pidió un gin tonic.

Para no seguir mezclando alcoholes (la cena había sido acompañada generosamente con vino tinto), un rato más tarde, cuando ya la fiesta explotaba, me pedí otra. La versión de la absenta que se permite vender en Rio es de hasta 60 grados, no la de 80 grados – aquella hada verde que reinó indecente en la Belle Époque europea-. Fue suficiente. Las luces y el sonido ya estaban todo lo distorsionados que podían estar, como para pensar que alucinaba. (Por suerte no tenía nada cortante a mano para no hacer la gran Van Gogh; aquella de cortarse el lóbulo de la oreja para regalársela a una prostituta, una vez que estaba tomando absenta y le pegó mal).

La noche avanzaba. Cumpliendo mi papel de anfitrión me quedé cerca de mis amigos. La casualidad hizo que a unos pocos metros estuviera bailando con sus amigos aquel portento que había visto al entrar. Lo miré descaradamente. El bailaba mecánicamente un ritmo pop: alto, rubio, ojos claros, cara cuadrada, jeans y camisa a cuadros. Se hacía el que no me veía. El bar tiene la particularidad de tener VJs. Me distraje con las imágenes de la pantalla que quedaba justo detrás de mi más reciente obsesión. Cambio de tema. No conozco mucho del pop actual, pero me pareció que lo que sonaba-veía era Shakira.

Bajé la vista y algo había cambiado. Aquel hombretón que monopolizara mis miradas unos minutos antes había dejado lugar a un émulo de la colombiana. Al ritmo latino sacudía sus caderas de un modo inequívoco: se podía jurar que no mentían. Le eché la culpa a la absenta. No podía ser la misma persona. Volví a mirar la pantalla, la intérprete cambió de look y, en diminuta bikini blanca, revoleando sus largos cabellos y provocaba con su baile del caño. Bajé la mirada y allí estaba mi gordo: de idéntica bikini blanca diminuta, su pelo rubio había crecido hasta la cintura, aferrado al caño con una mano y con la otra invitándome a unirme a él. Malicioso.

No me hice rogar. Con mi tercer – ¿o cuarto?- vaso de absenta en la mano me acerqué para ver si aquello era real. En su erótica performance el rubio de bikini me daba ahora la espalda. Apoyé mi cintura a la suya y bajamos juntos hasta casi el suelo al ritmo de los tambores.

Fue entonces cuando recibí su mirada fulminante: yo estaba de cuclillas, con la cara a una altura inconveniente; levanté la mirada y su cara era de pocos amigos. Cerré los ojos con fuerza mientras me volvía a poner de pie y, al abrirlos, no había ningún gordo de bikini blanca frente a mí, solo el rubio muy enojado.  Alberto y Sebastián me agarraban cada uno de un brazo y me llevaban a otro rincón del bar, justo para impedir el empujón que se venía. Les juré que ya solo había respondido a la invitación del rubio (no mencioné la bikini, ni el pelo hasta la cintura, ni el caño…). Me miraron con una cierta desconfianza y esa molesta compasión que producen los borrachos en los otros.

Cuando salíamos del bar me di vuelta una última vez para mirar al gordito rubio y, les juro que me guiñaba un ojo. Cómplice. ¿O era un hada verde?