jueves, 18 de marzo de 2010

Piedra libre

De los juegos de infancia el que más me gustaba era la escondida. Jugábamos mezclados, chicas y chicos. Siempre fui un poco introvertido y poder alejarme del resto de los chicos de mi barrio, al menos por unos minutos, me resultaba agradable.

El juego lo jugábamos tanto dentro de las casas de cada uno, como en las veredas, principalmente en la esquina que daba más posibilidades. La que sin lugar a dudas se llevaba todo nuestro interés, era la escondida que se jugaba por las noches de verano, cuando nuestras familias, en aquellos años sesenta de los suburbios, sacaban las sillas a la vereda después de cenar para tomar el fresco.

Pero la que hoy me trae a este espacio es la escondida que jugábamos algunas tardes, solo los varones. Para mi no tenía diferencia con los otros juegos, ni con los mixtos, ni los que tenían a nuestro padres de espectadores. Sin embargo lo eran. Se encargó de abrirme los ojos Ricardito, un chico de mi edad, que, una tarde que estábamos los dos solos, sentados contra una pared en un baldío, al sol del otoño, esperando la llegada del resto de la barra, me preguntó si ya me había escondido con Danielito. “No,” le respondí y era cierto, “¿por qué? Entonces llegó la revelación.

“¿No te diste cuenta que cuando jugamos y está él, siempre es el último en ser descubierto, nunca está solo y nadie canta piedra libre?” “No” respondí una vez más y también era cierto. “Lo que pasa” me informó Ricardito “es que nos ponemos de acuerdo y siempre se esconde con él uno diferente, y cuando estamos escondidos nos hacemos chupar la pija y lo cojemos”. Yo quedé mudo. Yo ya me había dado cuenta que me atraían los hombres pero –creía yo-, no daba ninguna señal de ello. Si hasta tenía una novia que era de la cuadra y todo el barrio sabía, en aquellos mis once años.

Quedé muy perturbado. El chico en cuestión, el más gordito del grupo, era el único de todo el barrio que me resultaba deseable. Me moría de ganas por estar con él. Pero mi temor fue más fuerte y ya no jugué a las escondidas si no había seguridad –las chicas y/o nuestros padres de testigos- que no me pusieran en ese lugar tan incómodo.

Sin embargo, cuando reaccioné, antes de terminar la charla, mi curiosidad fue más fuerte. “¿Y todos hacen eso?”, fue el modo en que pude preguntar. “Sí” me respondió “de los chicos de la barra ya nos lo pasamos todos”. Por suerte no agregó; faltás vos, y me ahorró ese mal momento. "Una vez nos escondimos de a tres, y mientras a mi me la chupaba, el Ale se lo cojía", dijo completando mi instrucción.

Mucho antes de saber del informe Kinsey, de saber qué es un ménage à trois y de que alguien me dijera que el 90% de hombres a lo largo de su vida tienen al menos una experiencia homosexual, homoerótica u homoafectiva, yo tomé contacto con una información y una estadística que, seguro, no figuran ni figurarán en ningún estudio científico.

lunes, 15 de marzo de 2010

Fusilada por lesbiana




"Fusilada por lesbiana. Ni la prohibición, ni los tabúes pudieron con el deseo de Natalia. Con su deseo que desobedeció el mandato heterosexual. Con su cuerpo que ni la injuria ni la discriminación cotidiana pudieron controlar. Con su vida erótico-afectiva que los procedimientos sutiles y silenciosos de las instituciones no pudieron rectificar. Por lesbiana. Natalia Gaitán, pobre, de 27 años, residente en la ciudad de Córdoba, recibió un balazo de la fálica escopeta del padrastro de su novia el sábado 6 de marzo. Fusilada. Fusilado el cuerpo, fusilado el deseo, fusilado el impulso vital. Fusilada por lesbiana."

Así comienza el post en http://bastadelesbofobia.blogspot.com/, donde se suman las adhesiones de todos los que creemos en un mundo para todas y todos.

En la foto, Natalia Gaitán.

jueves, 4 de marzo de 2010

Un beso

Para Rabid

Besé por primera vez a un hombre a los diecisiete años. Desde entonces besé muchos hombres, casi todos los que me parecieron hermosos y las circunstancias permitían que intente besarlos.

Pero hay un beso que me sorprendió y me llenó de orgullo. Conocí al besador en una fiesta del club de Osos de Buenos Aires. Cuando llegó, José, que es gran consumidor de televisión, se me acerca y me dice, “ese que acaba de entrar no es el actor ese…” e increíblemente no le salía el nombre; le dije “es” sin que a mi tampoco me salga el nombre. No hay muchos actores de fama internacional que sean objetos de deseo en un club de Osos. Él lo era (y lo es) y estaba entrando a una de nuestras fiestas. Sin que a ninguno de los dos nos salga aún el nombre, José me increpa, “¿Qué esperás? Andá a darle la bienvenida. Nadie se va a animar a hablarle y vamos a quedar como unos desatentos.” Y salí a su encuentro.

Había llegado acompañado por dos asistentes, uno porteño, el otro no. Se habían quedado bien cerca del ingreso, como esperando lo que José me señalara, que alguien se acerque y los reciba. Al fin de cuentas era una estrella internacional y estaba en una fiesta de Osos. Al llegar a su lado los saludé, me presenté y les di la bienvenida a la fiesta en nombre del club. Él me presentó a sus asistentes y me preguntó dónde podía conseguir una bebida. Le pregunté que gustaba tomar y conseguí la bebida personalmente. Luego me quedé conversando con ellos y de a poco otros miembros del club se fueron acercando y se sumaron a la charla. Una hora después dijo que se tenía que ir, porque estaba en Buenos Aires trabajando y no podía trasnochar mucho. Al despedirlo, no pude con mi estrella y le di un pico, que no rechazó.

Un año después lo vuelvo a ver en idéntica situación. Esa vez no estaba José y no necesité que me aliente nadie para ir a saludarlo. Desde la pista, donde yo estaba en la fiesta de Osos, me acerqué a la entrada donde estaban el artista y sus mismos dos asistentes de un año atrás, sacando entradas. Esperé a que me vea y le pregunté si me recordaba. Su expresión no dejaba lugar a dudas; entonces me acerqué para darle un abrazo y el pico de rigor, que esta vez él mismo buscó.

Dejé que se acomodara y volví a la pista donde estaba bailando antes de su llegada. Compraron bebidas y, pasando por el borde de la pista, se fueron a sentar bien cerca del lugar en que bailábamos. Cuando miré hacia el grupo, él me estaba mirando y levantando su copa en un brindis a la distancia. Yo levanté mi cerveza y completé el ritual. Sin esperar más me fui a sentar junto al grupo con la excusa de chocar las bebidas en un brindis real. Conversamos y no mucho tiempo después me pedía que le muestre el resto del lugar. Cuando llegamos al lugar donde comenzaba el dark room, le dije qué seguía, pensando que no querría entrar. Sin titubear me dijo que entraría si lo acompañaba. ¿Necesitaba más señales? Claro que no. Dos pasos dentro de la oscuridad lo rodeé con mis brazos y se dejó abrazar. Le busqué los labios y se dejó besar. Salimos de la mano, sin necesidad de hablar.

En los quince días que duró el romance salimos casi todas las noches a cenar en diferentes lugares de Buenos Aires. En todos se acercaban a pedirle autógrafos, que firmaba gustoso.

En una de las cenas, en un restaurant de Villa Crespo, hablábamos de la visibilidad de los homosexuales y los límites que debíamos ponerle a los gestos de afecto en público. “Yo te besaría en público”, dijo sin que mediara nada que lo justifique. “No te creo”, lo desafié. Sin volver a decir palabra, se levantó – y el gesto no pasaba desapercibido- rodeó la mesa, se inclinó para quedar a mi altura ya que yo seguía sentado y me partió la boca en un beso que todos vieron en el lugar.

Me sorprendió, porque no esperaba un gesto así. Y me llenó de orgullo haber sido parte de ese gesto, de alguien muy conocido que no tuvo reparo en besarse con otro hombre en público.