Los viernes por
la noche en el seminario eran de adoración al santísimo (aquella ceremonia en
la que durante algún tiempo se expone sobre el altar principal de un templo católico
una hostia en un lujoso soporte para ser “adorada” por los fieles).
También, esas
noches, los sacerdotes se ubicaban en los confesionarios para escuchar las confesiones
de los seminaristas.
Todos sabemos
aquello del secreto de confesión. Si alguien no conoce del tema, Hitchcock lo
contó maravillosamente en “Mi secreto me condena”.
Es aquella situación donde lo que se dice en
confesión a un sacerdote queda para siempre en secreto. Nadie nunca sabrá cual
ha sido el pecado.
(Hay un dicho
frecuente entre personas que se regodean en contar sus andanzas. Cuando son
preguntados por el coprotagonista de la aventura responden: Se dice el pecado
pero no el pecador.)
La idea,
básicamente, es que aquello que se cuenta en confesión no sea de dominio
público.
No fue así
aquella noche de adoración en el seminario.
Había muchos
sacerdotes que se retiraban de la actividad en las parroquias e iban a vivir
sus últimos años al seminario, ya que allí había mucho espacio para que puedan
ubicarse y además podían colaborar en
algunas tareas. Una de ellas eran las confesiones. Uno de aquellos adorables
viejecitos era bastante sordo; así y todo “escuchaba” confesiones.
Nadie desde fuera,
se supone, escucha lo que en aquellos simpáticos quiosquitos se dice. Pero,
claro, en una situación como la que estamos describiendo, todos podían ver
quién era el que estaba entrando a confesarse.
Aquella noche, en
el silencio de la oración de los seminaristas, se escuchó, proveniente del
confesionario donde estaba el anciano sacerdote algo sordo:
¿Cuántas veces? (silencio)
¿Cuántas veces? (casi gritando) ¡¡¡COCHINO!!!
(Si fuera una
película el director haría un plano general mostrando todas las cabezas de los
que estaban en el templo en aquel momento, girando al unísono hacia el lugar
desde donde provenía el grito. Plano del confesionario sin ningún movimiento.
Nuevo plano de todo el resto que no vuelve a girar la cabeza hacia el altar, a
la espera que de allí salga el protagonista del episodio.)