Crecí en un
barrio que creció junto conmigo.
Cuando mis padres
comenzaron a edificar la casa familiar, en la cuadra no había más que 5 0 6
construcciones
en ejecución. Era a mediados de la década del ’50, en un barrio del gran Buenos
Aires.
Los primeros
recuerdos de mi barrio son de una calle de tierra, pocas luces en la noche,
muchos terrenos aún baldíos. Pero sobre todo un gran triángulo de tierra que se
formaba en la intersección de las dos avenidas que se cruzan caprichosamente en
la esquina de mi casa familiar. En ese espacio, los vecinos–en su mayoría
inmigrantes italianos- organizados en una sociedad de fomento, lucharon para
que exista una escuela primero y una plaza después.
A mediados de la
década del ’60 la placita fue una realidad. Los vecinos, que soñaron una
escuela para ese lugar, querían llamarla Plaza Sarmiento. Los militares
–golpistas de turno – colocaron un cañón en el vértice más agudo del triangulo
y la bautizaron “Plaza Ejército Argentino”. Los vecinos la llamamos desde el
primer día – y hasta hoy casi 5 décadas después-: La placita del cañón.
El día de la
inauguración fue mi viejo, uno de los tantos italianos del barrio, el encargado
de trepar al mástil de casi 5 metros para pasar el alambre por la roldana de la
punta para que se pueda izar la bandera argentina.
De un verde que
el barrio no conocía, la placita se fue convirtiendo en un lugar de encuentro.
Los chicos ocupamos el mayor espacio de pasto para armar una canchita
improvisada, saltando aquellas ridículas cadenitas que intentaban cortar el
paso y violando aquellos cartelitos, blancos y muy prolijos, que prohibían
pisar el césped.
Estábamos
sentados en un banco de la nueva placita, tomando un helado en familia, cuando
una razzia de la policía bonaerense comenzó a llevarse a todos los jóvenes que
tuvieran el pelo largo. Mi viejo quiso salir en defensa de los pibes del barrio
que estaban siendo subidos al celular cuando uno de los canas lo frenó
señalándose que, si no se apartaba, él sería el próximo en ser detenido.
Cuando el final
de la década se acercaba y el poder de la dictadura menguaba (Cordobazo y
ejecución por parte de Montoneros del fusilador Aramburu mediante), la plaza
pasó a ser el lugar de encuentro de los hippies de la zona. Sus motos
atronadoras tomaron posesión de las veredas. El último día de 1972, una banda
garaje del barrio, El Reloj, sacó sus equipos a la plaza y hubo rock toda la
noche. Parecía un anuncio de nuevos
tiempos.
Pasó esa breve
primavera y la plaza, en la nueva dictadura, pasó a ser un espacio vacío. El
barrio ya no tenía calles de tierra, no quedaban terrenos baldíos, todo estaba
muy iluminado y los que soñaban con un país mejor desaparecías a diario.
Con el retorno de
la democracia, en el espacio que usábamos como cancha improvisada se levantó un
monumento a Perón, enorme, de cuerpo entero, con varios escalones y enrejado.
Chau espacio público.
Poco después, en
lo que alguna vez fue el córner derecho de uno de los arcos, erigieron una
ermita a la virgen de Luján. Toda blanca, con espacio para las flores y un
banco frente a ella para descanso de los piadosos.
La última vez que
pasé por la placita, la mañana de la última navidad, rumbo a la fábrica de
pastas a comprar los ravioles para el almuerzo familiar, varios grupos de
jóvenes la poblaban. Se me ocurrió pensar en aquellos otros jóvenes rebeldes.
Pero no. Un grupo acomodado en los juegos infantiles, otro en el monumento a
Perón, otro en el cañón… Todos escuchaban a buen volumen a los Wachiturros y a
Michel Teló mientras apuraban las últimas cervezas antes de ir a dormir.
Larga cola en la
fábrica de pastas. De regreso a casa, un matrimonio joven con un cochecito de
bebé, sentado en el banco frente a la virgencita me llamó la atención. Aunque
se los veía muy concentrados, su aspecto no tenía nada que ver con los y las
ancianas que se suele ver rezando allí. No necesité llegar hasta el lugar en el
que estaban, el perfume me develó el por qué de su actitud devota pero no
contrita. Mientras el calor ganaba la mañana y los últimos ecos de músicas
descartables dejaban la placita, la sencilla familia se fumaba tranquilamente un caño mientras la virgen sigue haciendo ala delta .