martes, 11 de diciembre de 2012

Curas y sexo

(Fragmentos y final del capítulo ocho de Gordo puto, amén, el libro; escrito en 2008)



El cura que ahora me recibía pasaba de los sesenta años, era catalán de origen, flaco, alto, casi calvo, y vestido de la manera más informal, me señaló mi habitación, pegada a la suya. Dejé mis cosas y salimos. Entonces me señaló la iglesia (no hizo ningún intento por mostrarme el templo), y dirigiéndose al ala opuesta de la casa, del otro lado del templo, dijo:

           – Si te vas a quedar voy a mandar arreglar esa parte de la casa. Así yo puedo coger tranquilo en mi casa y vos en la tuya, no me gusta que haya gente en la habitación de al lado cuando estoy con alguien –y señalando con su mano derecha, sentenció: – Así tú cojes por allí, y yo cojo por acá.

Bueno, no parecía haber términos medios en los curas que me tocaban en suerte: de la locura del reprimido a la liberalidad más brutal, sin escalas, sin grises.
 
 

Dijo José, tal el nombre del cura, que debíamos recorrer el pueblo (un poco más grande que el anterior: veinte mil habitantes), y me invitó a subir al auto (un Renault 12, comprado con el típico “Plan Clero” –era el nombre con que en broma llamábamos al modo como los curas compraban sus autos-). Lo primero que preguntó era si sabía manejar, apenas esa habilidad le interesaba. Respondí que sí, y sentenció que sería yo entonces quien maneje de ahora en adelante. El auto era un modelo de ese mismo año, y andaba muy bien.

– ¿Te gusta? – preguntó.

– Sí, claro – respondí.

            – Estoy pagando las cuotas para que en enero me entreguen el nuevo cero kilómetro.

Debo haber hecho algún gesto, porque a continuación comenzó un interrogatorio en el que el cura quiso saber cómo pensaba yo. No oculté nada. Y al finalizar sentenció:

– Cuando era joven como tú, yo también era un idealista. Ahora soy materialista. Y vas a ver que tú también vas a serlo.

A esta altura ya estaba bastante perplejo. Pero faltaba la frutilla del postre.

– Me dijo el obispo que estabas viviendo en la parroquia de José Luis.

– Sí– respondí lacónicamente.

– ¿Y por qué te fuiste?

Relaté los sucesos que me llevaron a irme de esa parroquia, y entonces bastante enojado, sentenció el catalán:

            – Hipócrita de mierda. El viene todas las semanas a hacerse coger con el farmacéutico de la esquina de la plaza y pretende tapar todo con orden y puntualidad. ¡Qué farsante!

José era de lo más sociable. Reunía a todos los curas de la zona en su casa parroquial y organizaba jornadas pantagruélicas, en las que la comida era siempre excesiva y parecía que el vino y el champán se multiplicaban como en un milagro de Jesús, pero en un contexto más bien profano.

A José también le gustaba mucho ir a visitar las otras parroquias. Una noche fuimos de visita a otro pueblo, a visitar a otro cura catalán. Además de José y yo, estaban los uruguayos –así les decíamos a dos curas jóvenes–, el cura dueño de casa, una joven y un niño. Discretamente, antes de la cena, pregunté quienes eran la mujer y el chico. Jorge, uno de los uruguayos, el más pícaro de todos, me respondió:

– La secretaria parroquial y su hijo– y casi no aguantó la risa.

Cuando la cena terminó, trajeron una guitarra y me pidieron que cante un rato. Entonces el chico dijo que tenía sueño. La madre, con toda naturalidad le dijo: “Está bien, saludá y andá a acostarte.” Yo seguí cantando. Cuando nos fuimos, la señora de la casa nos despidió desde la puerta acompañando al cura párroco. En cuanto pude hablar con Edgardo traté de entender un poco que pasaba.

            – Acá no es como en otros lugares; acá todos tienen a alguien. En mi pueblo, el cura va el mismo a comprar los pañales descartables a la farmacia para su bebé recién nacido.

Traté de informarme más sobre el tema y pude saber que en algunos lugares no aceptan a los curas célibes, que si no se juntan con una mujer, el pueblo no los acepta.

 

Poco a poco iba entendiendo tantos las costumbres diversas entre los seminaristas que hablaban en femenino, o que como Norberto y Felipe habían sido inseparables todos los años del seminario. O como mi compañero de curso, Alejandro, se había pegado al cura Carlos, el prefecto, y ya no se separaron más. Mi confusión respondía en parte a mi ignorancia de muchos códigos, pero también a las señales ambiguas. Todo el mundo tenía a alguien, desde el rector, que era inseparable del Tano, hasta yo mismo que vivía mi escondido romance dentro del seminario. Entendí que el único secreto para sobrevivir tenía que ver con mantener la discreción. Y no como el calentón de Carlitos, que se le metió de prepo en la ducha al flaco Vergara, para tratar de hacer algo; o como Pablo, el santafesino que le quiso manotear el ganso a Gerardo mientras dormía la siesta en calzoncillos. Los dos – Carlitos y Pablo – fueron denunciados y expulsados del seminario. Pero con cautela se podía hacer de todo. Hasta el obispo docente que nos daba metafísica tenía su seminarista de compañía: el loco Castro me contaba sin ningún empacho cómo lo ayudaba a bañarse al viejo obispo. Claro, siempre puertas adentro y contando con la complicidad de quienes entendían los códigos.

Años más tarde conocí al gordo Greco. El gordo, que llegó a ser compañero de aventuras en nuestra huída de la vida de la reclusión católica, sostenía con claridad la clave para perdurar en la vida clerical:

            – Para ser cura no hace falta mucho. Si no tenés fe, nadie se da cuenta, podés fingir que crees y todo eso. Si no tenés esperanza en nada, nadie lo nota, tenés que hacer como que sí la tuvieras. Si no tenés caridad, no es ningún problema, es la más fácil de fingir. Lo único que tenés que tener es prudencia. Si sos prudente, y no te pescan, llegás a cura.

Pero no fue tan prudente el gordo Greco: su fórmula no funcionó con él mismo. No llegó a cura. Ahora, a veces lo cruzo en las fiestas de Osos.

 

En ese lugar, en la parroquia del catalán libertino, no llegué a estar ni dos meses. Al mes ya daba clases todos los días en la escuela de las monjas. Me tocaba ir a los campos de los estancieros a rezar los responsos y traer los abultados sobres que los terratenientes enviaban al cura: era una suerte de mensajero monetario, de vínculo espurio entre el poder rural y el religioso, dos ámbitos peligrosos, ideológica y económicamente hablando, de largo control sobre el destino de los argentinos. Todo esto sucedió hasta que el cura se fue de paseo a Europa y los uruguayos, que atendían parroquias vecinas, se instalaron en la habitación vecina a la mía, sin inquietarse por ocultar que allí había una sola cama.
 
 

En medio de esa vida disipada, un poco corrupta, un poco hipócrita, estaba inmerso esa mañana cuando desperté y decidí terminar con todo. Junté todas mis cosas y me volví a Buenos Aires. Ya era tiempo de acabar con la inocencia y con la farsa, los horizontes que en realidad quería eran otros muy distintos, más diáfanos, más verdaderos.


16 comentarios:

Jorge dijo...

muy linda la reflexion del final , abrazote!

Unknown dijo...

Hola Franco, como andas? Quiero felicitarte por tu blog, cautivo mi atención hace pocos días y ahora lo frecuento a diario para ver lo que publicas. Tengo muchas preguntas que me gustaría hacerte, pero bueno ya se dará la oportunidad.

Un abrazo desde Córdoba!




Osofranco dijo...

Muchas gracias Jorge.

Un abrazo!

Osofranco dijo...

Hola Tommy,

Todo bien por acá.

Gracias por tu cmonetario.

Si querés mandame un mail a fmpastura@gmail.com

Abrazo!

Anónimo dijo...

Muy buen final de la historia Franco. Cómo me gustaría poder leer el libro completo algún día...pero con la temática que tocás es difícil, me imagino.
Un abrazo
Sergio

Osofranco dijo...

Sergio

Gracias por tu comentario.

Y yo también dudo que algún día se publique como libro...
Pero, nunca se sabe.

Abrazo!

Anónimo dijo...

Saludos Franco!

Entré a tu página "por error"
estaba buscando blogs sobre ateismo (lo se, nada que ver...) este google...

Soy tu fan automática!!
Tenés una prosa excelente, me haces ver cada post como si fuera una película...

no dejes de escribir

Seguí haciendo fuerza para que se publique tu libro.

Saludos desde argentina para vos y Rubén

Nancy

Anónimo dijo...

Errata:

El saludo era para vos y Raúl!!!!

Nancy


Osofranco dijo...

Muchas gracias Nancy.

Si te fijás en el margen derecho hay un link que te puede interesar:
No en mi nombre.

Sigo publicando cosas, por ahora textos antiguos que nunca había publicado.

Vale el acto fallido. Todos extrañamos a Rubén.

Un gran abrazo a la distancia!

Anónimo dijo...

Lavate la boca antes de hablar de la Santa Iglesia Catolica, gordo sidoso maricon enfermo y desviado sexual.

Osofranco dijo...

Disculpen los que habitualmente comentan por aquí.

Tengo que volver a moderar los comentarios, porque el enfermo que no deja de molestar desde hace tres años, ahora firma con los nombres de otros lectores.

Los comentarios que tengan que ver con el blog, serán publicados.

Gracias por entender, saludos.

Franco

Unknown dijo...

Que interesante esos relatos de vida que he leído en el tu blog. Me hacen pensar y reflexionar sobre la diversidad sexual. Yo he percibido cosas así y luego es la sociedad la que nos quieres hacer ver que somos los homosexuales los raritos...
En definitiva, me han encantado los tres relatos que he leído esta tarde sobre tu vida.
Ni imaginada que había sido seminarista... fuistes muy valiente en actuar en función de tus ideas.
Sabes, con relatos así tan respetuoso y con ese tratamiento que le das tan exquisito, me hace sentirme orgulloso de lo que soy y de lo que somos. Besos y espero seguir en contacto contigo, Besos desde España

Unknown dijo...

l

Osofranco dijo...

Muchas gracias Antonio José.

Me alegra que te hayan gustado los relatos.

Espero ver tus comentarios seguido por acá.

Abrazo.

Rafa dijo...

Franco, son un imán tus textos! verdaderamente disfrutables.

Crudos pero reales. ...y mirá que vengo de una flia. católica tradicional.

T mando un abrazo.

Osofranco dijo...

Familia católica tradicional!!!

Me acabo de santiguar con agua bendita, tres veces. Porque a las creencias hay que ayudarlas con las supersticiones...je

Abrazo!