Mientras aún estaba en el seminario, a mediados de los ochentas, dos cartas me complicaron la vida. Aunque
visto a la distancia, fueron de gran ayuda. Me permitieron irme de un lugar al
que nunca debí haber ingresado. Tal vez fueron esas actitudes las que me
hicieron creer que en la metodología está la ideología.
La primera carta llegó a la facultad de teología de la Universidad Católica
Argentina. Urgido por nuestros reclamos de una mejor formación, que en el
seminario de La Plata
no encontrábamos, los seminaristas de la diócesis de San Justo, a la que yo
pertenecía, fuimos trasladados a vivir en una casa del gran Buenos Aires y cada
tarde íbamos a estudiar a Devoto, a la facultad de teología. La ida del
seminario San José tuvo que ver, entre otras cosas, con el modo en que éramos
tratados. Al llegar a la casa del Gran Buenos Aires me llevó una semana
comprobar que se repetía el modelo que habíamos repudiado. Hablé con el obispo
de entonces, y anuncié que me iría a mi casa, pero que seguiría estudiando.

Unos pocos días después soy citado por el rector de la facultad,
para anunciarme que ya no podía seguir estudiando allí. Pregunté por qué y me
anunció que había recibido una carta de mi obispo donde recomendaba que no se
me dejara seguir estudiando en ese lugar. Pregunté por los motivos, y respondió
que no me los podía decir.
Muy desorientado, salí de la entrevista y me reuní con antiguos compañeros
en los pasillos de la facultad. Al ver mi cara, uno preguntó que me pasaba. Le
conté, y me dijo que el sabía qué decía la carta. Sin salir de mi asombro quise
saber.
– ¿Vos conociste un cura alemán antes
de entrar al seminario? – me preguntó Pablo.
– Sí, ¿por qué? – respondí, una vez más, preguntando.
– El obispo se enteró de esa historia, y la usó para
impedir que sigas estudiando.
Con Pablo habíamos ingresado juntos al seminario. Fuimos compañeros
de curso todos los años que estuvimos en La Plata , y lo seguíamos siendo en Devoto. Yo no
sospechaba que él también era gay. Sólo una anécdota un día me había dejado
pensando.
Estábamos almorzando en el
seminario, y en la misma mesa estaban Armando, Felipe, Adrián, Norberto y
Pablo. No era extraño que muchos seminaristas fuesen amanerados, lo que si era
peculiar era el trato en femenino que se propiciaban. En ese tiempo no lo
entendí; ahora comprendo perfectamente: el trueque del femenino entre las locas
era un código gay por excelencia. El seminario estaba lleno de hombres que
ocultaban allí su identidad, y habiendo ingresado con una larga experiencia,
rápidamente habían detectado a otros gays, camuflados entre las sotanas. Pablo
comía sin prejuicios y en abundancia, y con los años había echado una interesante
panza. Armando siempre era cuidadoso con las cantidades de comida y trataba de
mantener la línea. Yo, que había ingresado a su mundo sin saberlo, aun no
manejaba los códigos. Fue entonces cuando Armando, mirando a Pablo comer, le
dijo:
– Mirá que a las “mujeres” no le gustan los panzones.
Pablo levantó lentamente la vista del plato, y con un tenedor
cargado en la mano y una sonrisa que saltaba de los labios a los ojos, le
respondió:
– Sí, ya sé, pero los panzones se las cogen.
La mesa fue una sola carcajada. Todos habían entendido el diálogo.
Yo lo registré, pero quedé fuera. Para mí en ese momento, era impensable que un
hombre se identificase con una descripción en femenino. Con el tiempo supe que
Pablo frecuentaba las “fiestas” para seminaristas, religiosos, curas y obispos,
pero esa es otra historia.
Pablo, que había tenido acceso a la famosa carta, me estaba
“avisando” que me habían descubierto y que no me iba a ser sencillo seguir
adelante.
– Y vos, ¿cómo sabés de la carta? Si
a mí acá no me quisieron decir de que se trata, y el obispo se niega a
recibirme.
– Sí, ya sé – me respondió Pablo–.
Pero el obispo se encargó de hacer circular la carta entre los curas, y los
curas nos la mostraron a los seminaristas.
– Entiendo.
Fue todo lo que pude decir. Me despedí de Pablo y del resto, y ya no
seguí cursando.
Con el tiempo entendí que los chistes dentro del seminario y en los
ámbitos de las iglesias no tenían inocencia alguna. El que decía “¿Qué hacemos
tomamos mate o cogemos?”, se oía frecuentemente. Y no era una frase irónica,
sino que encarnaba las dos ocupaciones más frecuentes para llenar el tiempo
libre en los santificados edificios educativos.
Un día, varios meses después del episodio de la carta, del modo más
casual, me cruzo en una estación de tren en el Gran Buenos Aires con el gordo
Edgardo. Con él habíamos compartido los estudios en el seminario de La Plata desde primer año hasta
la época de Devoto.
– ¡Hola! ¡Qué sorpresa! ¿Qué hacés por
acá? – me preguntó.
– Voy para lo de mis viejos. ¿Y Vos?
– No, voy a Capital; de paseo –
como ya nos separábamos, sin preámbulos, preguntó: ¿Vas a seguir estudiando?
– No, no creo. ¿Por qué?
– Nada. Mi obispo recibe a todo el
mundo, y no pregunta nada, ni pide antecedentes. A vos te falta tan poco... Además,
yo no voy a seguir cursando, este año lo voy a hacer en la parroquia, y luego,
me ordenan y listo.
Edgardo era un gordo bueno, aunque carecía de toda capacidad como
para desarrollar una tarea como la que se espera de un sacerdote. Cuando
estábamos en primer año, presencié su examen final de historia de la filosofía
antigua. Le tocó Parménides. El gordo arrancó bien y dijo:
– El ser y el no ser no es, y de aquí no me muevo.
Y cumplió: fue todo lo que dijo. Y para un final era más bien poco,
pero aprobó. La posición general era no exigir en la parte “teórica”, hacían
falta curas y los obispos no iban a entender que uno de sus seminaristas no
avanzara en la carrera porque no entendía filosofía antigua. Por eso este tipo
de exámenes no eran la excepción.
Como el caso de Carlitos Olguín, que sostenía que el nivel de las
clases era bajo. En esa época se decía que con “guitarrear” un poco en el
final, pasabas. Y fue así que Carlitos se presentó a rendir empuñando la
guitarra, y sin ponerse colorado, les dijo a los docentes:
– Ya afiné, cuando quieran comienzo.
O el tío Smith, que sacando bolilla para rendir (sacábamos dos
bolillas, de las cuales debíamos elegir una), se da vuelta, lo mira a su
inseparable compañero, y le dice delante de todos:
– ¡Qué macana Stanich! Saqué justo las dos que colgamos.
Pero no eran sólo los exámenes los únicos momentos en que quedaba de
manifiesto el grado de informalidad. El mismo tío Smith, frente a “la
injusticia” de ver que le sacaban de su cuarto el televisor que había ingresado
de contrabando, se quejaba. El cura, a cargo del operativo le trataba de hacer
entender que no se podía tener un televisor en la habitación. El tío, en
defensa propia, quiso citar una fuente de autoridad, y dijo.
– San Agustín dice: Ama y haz lo que
quieras. Pero acá, nadie ama a nadie y todo el mundo hace lo que se le cantan
las pelotas. Y a mí justo me tienen que sacar el televisor.
Con la misma informalidad que era regla general en los seminarios,
Edgardo ahora me proponía que hiciera el último año en su diócesis. Y yo
acepté.
En esos días, me encontré con el Negro Rodolfo, que había decidido
dejar él también el seminario.
– ¿Qué pasó? – quise saber.
– Nada, estaba cansado de comer pulpo los viernes para
hacer penitencia.
A buen entendedor... No pregunté más. Le conté de la invitación de
Edgardo. Nos contactamos con él, y los dos viajamos al centro de la provincia
de Buenos Aires. El 1º de enero llegamos a la curia. La propuesta era que
pasemos el mes de enero cerca del obispo para que nos pueda conocer. Y también
el resto de los curas pudieran hacerlo. Para el obispo yo era casi invisible,
salvo cuando jugábamos al truco por la noches. Me gané su respeto al ganarle
una falta envido con 26, sin ser yo mano.
– Pensé que por ser el obispo me ibas a tener un poco más de
respeto, pero me gusta tu actitud– dijo el anciano obispo con alma de timbero,
ya cercano a los setenta y cinco años, a quien cada noche venía a acompañar una
jovencita de no más de veinte. Yo, extrañado por esa presencia en el obispado,
le pregunté a Edgardo que pasaba:
– Y, está grande, necesita que de
noche alguien le caliente los pies– me dijo con la burla en los ojos. Si me
hubiera respondido: “Viene a atenderlo al viejo. ¿Sos boludo vos?” Me hubiese
dolido menos. Es que siempre pasaba por inocente porque nunca me acostumbraba a
las tramoyas eclesiásticas, a ese constante doble fondo que ocultaba lo que las
leyes santas promulgan y prohíben.
Durante ese mes vi como cada noche el secretario de la diócesis, un
cura de muchos años, pero con una de las panzas más lindas que haya visto,
regresaba cada noche pasadas las doce, manejando su auto cero kilómetro, con un
nivel de alcohol superior al sensato como para un hombre al volante y de su
responsabilidad.
El Negro no pasó desapercibido. Así
como yo ya usaba barba, él había decidido dejarse unos copiosos bigotes que le
daban un aspecto para nada convencional en ese contexto de hombres con
apariencia de santurrones. El tercero de los curas que vivía en la curia
diocesana, luego del primer almuerzo, comenzó a contar una anécdota:
– Una vez que venía en avión, tenía
sentado a mi lado un hombre con unos bigotes inmensos, tipo mexicano. El hombre
era muy charlatán; me contó de su familia, de su trabajo, de sus viajes. En un
momento me preguntó a qué me dedicaba, y yo respondí que era sacerdote. El
hombre quiso saber por qué me había hecho sacerdote. Entonces yo le respondí:
para no tener unos bigatazos así como los suyos.
Nos reímos de la anécdota. Nos miramos con el Negro, quien por
supuesto, nunca se cortó el bigote.
Pasado el mes de mutuo conocimiento me enviaron a una parroquia. El
párroco, de origen alemán, delgado, alto, calvo, indefectiblemente siempre de
sotana impecable, vivía allí con su madre. Y los amaneramientos del cura no
podían ser más femeninos.
La casa era de un confort y sobriedad admirables. Me tocó la pieza
de huéspedes, porque mamá ocupaba la segunda habitación de la casa. Pasé tres
meses allí, hasta que decidí que ya había sido suficiente. La rutina era
realmente inexorable: cada día era idéntico al anterior. La misma hora para
levantarse, los mismos ritos, la misma hora para ir a dormir: todo acomodado
para que la rutina disciplinaria fuera el colmo de la repetición asfixiante.
Algunas tardes empecé a salir a caminar, como para oxigenarme.
Después de la semana santa, el cura anunció que nos iríamos a
Mendoza.
– Después de todo este tiempo de
trabajo, necesitamos descansar – justificó.
Los que en realidad habíamos trabajado éramos el cura y yo. Pero
“mamá” también vino de vacaciones. A la madre del cura y a mí nos hospedaron
unas monjas, en unas habitaciones dignas de un hotel cinco estrellas. El cura
se quedó a dormir en el obispado, para pasar tiempo junto al obispo. A los días
confirmé mis sospechas de por qué él se quedaba allí y yo no. Pero esa es otra
historia.
En una oportunidad, mientras vivía en ese casi monasterio, me vino a
visitar mi amigo, el Negro Rodolfo. Le avisé con tiempo al cura, y estuvo de
acuerdo. Mi habitación, la de huéspedes, tenía dos camas y allí se quedaría
unos días. Después de una cena mi amigo propuso ir a dar una vuelta por el
centro. Le avisé que no tenía llaves de la casa en que vivía hacía ya dos
meses, y que el cura y su madre se acostaban temprano. El Negro me prometió que
volveríamos pronto. Nuestra salida se redujo a tomar un café en el único lugar
abierto de ese pueblo bonaerense que apenas tenía tres mil habitantes, contando
la población rural. Cuando regresamos no eran aun las diez y media, y la casa
parroquial estaba totalmente a oscuras. Al tocar el timbre no tuvimos ninguna
respuesta. Luego de veinte minutos comenzamos a tirar piedras a la ventana de
la habitación del cura, nos hizo esperar así otros veinte minutos y recién
entonces bajó a abrir. A la mañana siguiente el Negro se fue. Volvió a su
propia parroquia, con su propio infierno. Pero esa es otra historia también.
No volvimos a hablar con el Negro. Y yo seguí viviendo allí, sin las
llaves de la puerta de casa, como si fuera un niño, aunque supuestamente estaba
a pocos meses de ser ordenado cura. Fue entonces que el cura me dijo que desde
la escuela pública, la única del pueblo, le pedían si yo podía ir a dar unas
charlas de formación humana, porque no podían darle a las mismas un nombre
confesional. Acepté, y a los pocos días estaba en el quinto año de la escuela
del pueblo, hablando con los adolescentes. En el tercer o cuarto encuentro, uno
de los alumnos sostenía una posición diferente a la mía en el tema que
comentábamos. Le dije que disentía, pero él tenía derecho a tener sus puntos de
vista. Al final de la clase, la directora – una de las cercanas colaboradoras
del cura en la parroquia– me llamó, porque ya le había llegado el comentario de
lo sucedido, y quería sancionar al alumno. Tardé media hora en convencerla que
el chico tenía derecho a tener su propia opinión, hasta que lo aceptó. Como la
clase era casi al final de la mañana, mi regreso a la casa parroquial debía
producirse casi a las 12, hora en la que religiosamente, no podía ser de otro
modo, se almorzaba en la casa del cura y su madre. Miré la hora y vi que
pasaban de las 12.30 cuando estaba llegando.
La escena era surrealista. En la mesa estaban los tres platos
servidos (desde las 12, imagino), el cura y su madre de pie, como solían estar
antes de comer, para hacer la bendición. Cuando ingresé al comedor, el cura me
increpó con un:
– ¡Esto no es un hotel!
Yo, que venía fastidiado por la estupidez de la directora, y no
salía de mi asombro al contemplar la ridícula situación del cura y su anciana
madre, le respondí:
– Esto es una parroquia, y la tarea pastoral está por encima de sus
estrictos horarios. Y si hay algo que no necesito, es que me digan a qué hora
tengo que sentarme a comer. El que parece que no se dio cuenta que esto no es
una dictadura, es usted.
Subí a mi cuarto, agarré los documentos, algo de dinero, la campera
y la gorra, y me fui sin saludar. Salí a la ruta, y haciendo dedo llegué al
pueblo vecino donde estaba el Negro. En una situación similar a la mía.
También tenía que terminar el último año de formación para ser
sacerdote viviendo en la parroquia, dar los exámenes que faltaban (cosa que
hicimos ante una mesa examinadora compuesta por el obispo (el de la
veinteañera), el secretario (el del problema con el alcohol), y un tercer
personaje inescrutable que nunca pude descifrar. Pero si a mí me había tocado
un homosexual reprimido, que parecía ocultar en un orden y una puntualidad
enfermizas toda su frustración, al Negro no le había ido mucho mejor. El cura
que le había tocado sumergía su soledad en whisky cada noche, como un rito
alcohólico íntimo que si bien podía ser inofensivo, le causaba bastantes
problemas en la convivencia.
El Negro se alegró de verme, y al cura no le importó. Desde allí
llamé al obispo y me dijo que fuera al día siguiente a hablar con él. Lo hice,
y al llegar la sorpresa fue grande. Todas mis cosas (ropa y libros), habían
sido enviadas por el cura al obispado con una carta adjunta. Otra carta más.
Allí señalaba que para él yo no tenía vocación sacerdotal, porque me levantaba
a las ocho de la mañana, me quedaba todas las noches viendo televisión, cuando
recibí una visita se me había visto “trasnochando por los bares del pueblo”; y
lo peor de todo, cuando me bañaba dejaba la bañera llena de pelos, y su pobre
madre tenía que ver ese desagradable espectáculo. En ese momento me dio bronca,
pero el obispo, que estaba más allá del bien y del mal, se cagó de risa y me
ofreció ir a otra parroquia ese mismo día. Obcecado, terminé aceptando.
5 comentarios:
Cuando vas a publicar un relato interesante que nada tenga que ver con el hedonista mundo homosexual y todos los vicios que los rodean?, esperamos ansiosos que llegue ese gran dia.
Nadie te obliga a seguir leyendo...
Buscá, que internet está lleno de textos complacientes como el que buscás.
Hasta acá, la respuesta formal. Ahora, como decía mi padre cuando se enojaba: por qué no te hervís y te tomás el caldo?
Buenísimo el relato, es obvio que al que sea homofóbico o no le interese conocer otras realidades se va a sentir descolocado. A mi me encantó, y me quedé con ganas de más...
Besos.
Sergio
Gracias Sergio
Ahora estoy subiendo el final de ese capítulo, con más historias de curas y sexo.
Abrazo Amigo!
sos patetico gordo , a veces pienso que uno, siendo normal, le cuesta ponerse en la piel de un maricon, yo soy libre nunca tuve que salir del placard ni tengo un dia al año de "orgullo" no necesito limosnas de los gobiernos ni inadi que me defienda, vos necesitas de todo eso y mucho mas y agradece a dios que no te toco nacer en los mas de 90 paises donde la mariconeria es condenada y en algunos casos con la muerte.
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