lunes, 3 de diciembre de 2012

Cartas marcadas


 (Fragmentos del capítulo ocho de Gordo puto, amén, el libro, escrito en 2008)
    

Mientras aún estaba en el seminario, a mediados de los ochentas,  dos cartas me complicaron la vida. Aunque visto a la distancia, fueron de gran ayuda. Me permitieron irme de un lugar al que nunca debí haber ingresado. Tal vez fueron esas actitudes las que me hicieron creer que en la metodología está la ideología.

La primera carta llegó a la facultad de teología de la Universidad Católica Argentina. Urgido por nuestros reclamos de una mejor formación, que en el seminario de La Plata no encontrábamos, los seminaristas de la diócesis de San Justo, a la que yo pertenecía, fuimos trasladados a vivir en una casa del gran Buenos Aires y cada tarde íbamos a estudiar a Devoto, a la facultad de teología. La ida del seminario San José tuvo que ver, entre otras cosas, con el modo en que éramos tratados. Al llegar a la casa del Gran Buenos Aires me llevó una semana comprobar que se repetía el modelo que habíamos repudiado. Hablé con el obispo de entonces, y anuncié que me iría a mi casa, pero que seguiría estudiando.

Unos pocos días después soy citado por el rector de la facultad, para anunciarme que ya no podía seguir estudiando allí. Pregunté por qué y me anunció que había recibido una carta de mi obispo donde recomendaba que no se me dejara seguir estudiando en ese lugar. Pregunté por los motivos, y respondió que no me los podía decir.

Muy desorientado, salí de la entrevista y me reuní con antiguos compañeros en los pasillos de la facultad. Al ver mi cara, uno preguntó que me pasaba. Le conté, y me dijo que el sabía qué decía la carta. Sin salir de mi asombro quise saber.

– ¿Vos conociste un cura alemán antes de entrar al seminario? – me preguntó Pablo.

– Sí, ¿por qué? – respondí, una vez más, preguntando.

– El obispo se enteró de esa historia, y la usó para impedir que sigas estudiando.

Con Pablo habíamos ingresado juntos al seminario. Fuimos compañeros de curso todos los años que estuvimos en La Plata, y lo seguíamos siendo en Devoto. Yo no sospechaba que él también era gay. Sólo una anécdota un día me había dejado pensando.

            Estábamos almorzando en el seminario, y en la misma mesa estaban Armando, Felipe, Adrián, Norberto y Pablo. No era extraño que muchos seminaristas fuesen amanerados, lo que si era peculiar era el trato en femenino que se propiciaban. En ese tiempo no lo entendí; ahora comprendo perfectamente: el trueque del femenino entre las locas era un código gay por excelencia. El seminario estaba lleno de hombres que ocultaban allí su identidad, y habiendo ingresado con una larga experiencia, rápidamente habían detectado a otros gays, camuflados entre las sotanas. Pablo comía sin prejuicios y en abundancia, y con los años había echado una interesante panza. Armando siempre era cuidadoso con las cantidades de comida y trataba de mantener la línea. Yo, que había ingresado a su mundo sin saberlo, aun no manejaba los códigos. Fue entonces cuando Armando, mirando a Pablo comer, le dijo:

– Mirá que a las “mujeres” no le gustan los panzones.

Pablo levantó lentamente la vista del plato, y con un tenedor cargado en la mano y una sonrisa que saltaba de los labios a los ojos, le respondió:

– Sí, ya sé, pero los panzones se las cogen.

La mesa fue una sola carcajada. Todos habían entendido el diálogo. Yo lo registré, pero quedé fuera. Para mí en ese momento, era impensable que un hombre se identificase con una descripción en femenino. Con el tiempo supe que Pablo frecuentaba las “fiestas” para seminaristas, religiosos, curas y obispos, pero esa es otra historia.

Pablo, que había tenido acceso a la famosa carta, me estaba “avisando” que me habían descubierto y que no me iba a ser sencillo seguir adelante.

           – Y vos, ¿cómo sabés de la carta? Si a mí acá no me quisieron decir de que se trata, y el obispo se niega a recibirme.

           – Sí, ya sé – me respondió Pablo–. Pero el obispo se encargó de hacer circular la carta entre los curas, y los curas nos la mostraron a los seminaristas.

– Entiendo.

Fue todo lo que pude decir. Me despedí de Pablo y del resto, y ya no seguí cursando.

Con el tiempo entendí que los chistes dentro del seminario y en los ámbitos de las iglesias no tenían inocencia alguna. El que decía “¿Qué hacemos tomamos mate o cogemos?”, se oía frecuentemente. Y no era una frase irónica, sino que encarnaba las dos ocupaciones más frecuentes para llenar el tiempo libre en los santificados edificios educativos.

           

Un día, varios meses después del episodio de la carta, del modo más casual, me cruzo en una estación de tren en el Gran Buenos Aires con el gordo Edgardo. Con él habíamos compartido los estudios en el seminario de La Plata desde primer año hasta la época de Devoto.

– ¡Hola! ¡Qué sorpresa! ¿Qué hacés por acá? – me preguntó.

– Voy para lo de mis viejos. ¿Y Vos?

            – No, voy a Capital; de paseo – como ya nos separábamos, sin preámbulos, preguntó: ¿Vas a seguir estudiando?

– No, no creo. ¿Por qué?

            – Nada. Mi obispo recibe a todo el mundo, y no pregunta nada, ni pide antecedentes. A vos te falta tan poco... Además, yo no voy a seguir cursando, este año lo voy a hacer en la parroquia, y luego, me ordenan y listo.

Edgardo era un gordo bueno, aunque carecía de toda capacidad como para desarrollar una tarea como la que se espera de un sacerdote. Cuando estábamos en primer año, presencié su examen final de historia de la filosofía antigua. Le tocó Parménides. El gordo arrancó bien y dijo:

– El ser y el no ser no es, y de aquí no me muevo.

Y cumplió: fue todo lo que dijo. Y para un final era más bien poco, pero aprobó. La posición general era no exigir en la parte “teórica”, hacían falta curas y los obispos no iban a entender que uno de sus seminaristas no avanzara en la carrera porque no entendía filosofía antigua. Por eso este tipo de exámenes no eran la excepción.

Como el caso de Carlitos Olguín, que sostenía que el nivel de las clases era bajo. En esa época se decía que con “guitarrear” un poco en el final, pasabas. Y fue así que Carlitos se presentó a rendir empuñando la guitarra, y sin ponerse colorado, les dijo a los docentes:

– Ya afiné, cuando quieran comienzo.

O el tío Smith, que sacando bolilla para rendir (sacábamos dos bolillas, de las cuales debíamos elegir una), se da vuelta, lo mira a su inseparable compañero, y le dice delante de todos:

– ¡Qué macana Stanich! Saqué justo las dos que colgamos.

Pero no eran sólo los exámenes los únicos momentos en que quedaba de manifiesto el grado de informalidad. El mismo tío Smith, frente a “la injusticia” de ver que le sacaban de su cuarto el televisor que había ingresado de contrabando, se quejaba. El cura, a cargo del operativo le trataba de hacer entender que no se podía tener un televisor en la habitación. El tío, en defensa propia, quiso citar una fuente de autoridad, y dijo.

           – San Agustín dice: Ama y haz lo que quieras. Pero acá, nadie ama a nadie y todo el mundo hace lo que se le cantan las pelotas. Y a mí justo me tienen que sacar el televisor.

 

Con la misma informalidad que era regla general en los seminarios, Edgardo ahora me proponía que hiciera el último año en su diócesis. Y yo acepté.

En esos días, me encontré con el Negro Rodolfo, que había decidido dejar él también el seminario.

– ¿Qué pasó? – quise saber.

– Nada, estaba cansado de comer pulpo los viernes para hacer penitencia.

A buen entendedor... No pregunté más. Le conté de la invitación de Edgardo. Nos contactamos con él, y los dos viajamos al centro de la provincia de Buenos Aires. El 1º de enero llegamos a la curia. La propuesta era que pasemos el mes de enero cerca del obispo para que nos pueda conocer. Y también el resto de los curas pudieran hacerlo. Para el obispo yo era casi invisible, salvo cuando jugábamos al truco por la noches. Me gané su respeto al ganarle una falta envido con 26, sin ser yo mano.

– Pensé que por ser el obispo me ibas a tener un poco más de respeto, pero me gusta tu actitud– dijo el anciano obispo con alma de timbero, ya cercano a los setenta y cinco años, a quien cada noche venía a acompañar una jovencita de no más de veinte. Yo, extrañado por esa presencia en el obispado, le pregunté a Edgardo que pasaba:

           – Y, está grande, necesita que de noche alguien le caliente los pies– me dijo con la burla en los ojos. Si me hubiera respondido: “Viene a atenderlo al viejo. ¿Sos boludo vos?” Me hubiese dolido menos. Es que siempre pasaba por inocente porque nunca me acostumbraba a las tramoyas eclesiásticas, a ese constante doble fondo que ocultaba lo que las leyes santas promulgan y prohíben. 

Durante ese mes vi como cada noche el secretario de la diócesis, un cura de muchos años, pero con una de las panzas más lindas que haya visto, regresaba cada noche pasadas las doce, manejando su auto cero kilómetro, con un nivel de alcohol superior al sensato como para un hombre al volante y de su responsabilidad.

El Negro no pasó desapercibido. Así como yo ya usaba barba, él había decidido dejarse unos copiosos bigotes que le daban un aspecto para nada convencional en ese contexto de hombres con apariencia de santurrones. El tercero de los curas que vivía en la curia diocesana, luego del primer almuerzo, comenzó a contar una anécdota:

           – Una vez que venía en avión, tenía sentado a mi lado un hombre con unos bigotes inmensos, tipo mexicano. El hombre era muy charlatán; me contó de su familia, de su trabajo, de sus viajes. En un momento me preguntó a qué me dedicaba, y yo respondí que era sacerdote. El hombre quiso saber por qué me había hecho sacerdote. Entonces yo le respondí: para no tener unos bigatazos así como los suyos.

Nos reímos de la anécdota. Nos miramos con el Negro, quien por supuesto, nunca se cortó el bigote.

Pasado el mes de mutuo conocimiento me enviaron a una parroquia. El párroco, de origen alemán, delgado, alto, calvo, indefectiblemente siempre de sotana impecable, vivía allí con su madre. Y los amaneramientos del cura no podían ser más femeninos.

La casa era de un confort y sobriedad admirables. Me tocó la pieza de huéspedes, porque mamá ocupaba la segunda habitación de la casa. Pasé tres meses allí, hasta que decidí que ya había sido suficiente. La rutina era realmente inexorable: cada día era idéntico al anterior. La misma hora para levantarse, los mismos ritos, la misma hora para ir a dormir: todo acomodado para que la rutina disciplinaria fuera el colmo de la repetición asfixiante. Algunas tardes empecé a salir a caminar, como para oxigenarme.

Después de la semana santa, el cura anunció que nos iríamos a Mendoza.

– Después de todo este tiempo de trabajo, necesitamos descansar – justificó.

Los que en realidad habíamos trabajado éramos el cura y yo. Pero “mamá” también vino de vacaciones. A la madre del cura y a mí nos hospedaron unas monjas, en unas habitaciones dignas de un hotel cinco estrellas. El cura se quedó a dormir en el obispado, para pasar tiempo junto al obispo. A los días confirmé mis sospechas de por qué él se quedaba allí y yo no. Pero esa es otra historia.

En una oportunidad, mientras vivía en ese casi monasterio, me vino a visitar mi amigo, el Negro Rodolfo. Le avisé con tiempo al cura, y estuvo de acuerdo. Mi habitación, la de huéspedes, tenía dos camas y allí se quedaría unos días. Después de una cena mi amigo propuso ir a dar una vuelta por el centro. Le avisé que no tenía llaves de la casa en que vivía hacía ya dos meses, y que el cura y su madre se acostaban temprano. El Negro me prometió que volveríamos pronto. Nuestra salida se redujo a tomar un café en el único lugar abierto de ese pueblo bonaerense que apenas tenía tres mil habitantes, contando la población rural. Cuando regresamos no eran aun las diez y media, y la casa parroquial estaba totalmente a oscuras. Al tocar el timbre no tuvimos ninguna respuesta. Luego de veinte minutos comenzamos a tirar piedras a la ventana de la habitación del cura, nos hizo esperar así otros veinte minutos y recién entonces bajó a abrir. A la mañana siguiente el Negro se fue. Volvió a su propia parroquia, con su propio infierno. Pero esa es otra historia también.

No volvimos a hablar con el Negro. Y yo seguí viviendo allí, sin las llaves de la puerta de casa, como si fuera un niño, aunque supuestamente estaba a pocos meses de ser ordenado cura. Fue entonces que el cura me dijo que desde la escuela pública, la única del pueblo, le pedían si yo podía ir a dar unas charlas de formación humana, porque no podían darle a las mismas un nombre confesional. Acepté, y a los pocos días estaba en el quinto año de la escuela del pueblo, hablando con los adolescentes. En el tercer o cuarto encuentro, uno de los alumnos sostenía una posición diferente a la mía en el tema que comentábamos. Le dije que disentía, pero él tenía derecho a tener sus puntos de vista. Al final de la clase, la directora – una de las cercanas colaboradoras del cura en la parroquia– me llamó, porque ya le había llegado el comentario de lo sucedido, y quería sancionar al alumno. Tardé media hora en convencerla que el chico tenía derecho a tener su propia opinión, hasta que lo aceptó. Como la clase era casi al final de la mañana, mi regreso a la casa parroquial debía producirse casi a las 12, hora en la que religiosamente, no podía ser de otro modo, se almorzaba en la casa del cura y su madre. Miré la hora y vi que pasaban de las 12.30 cuando estaba llegando.

La escena era surrealista. En la mesa estaban los tres platos servidos (desde las 12, imagino), el cura y su madre de pie, como solían estar antes de comer, para hacer la bendición. Cuando ingresé al comedor, el cura me increpó con un:

– ¡Esto no es un hotel!

Yo, que venía fastidiado por la estupidez de la directora, y no salía de mi asombro al contemplar la ridícula situación del cura y su anciana madre, le respondí:

– Esto es una parroquia, y la tarea pastoral está por encima de sus estrictos horarios. Y si hay algo que no necesito, es que me digan a qué hora tengo que sentarme a comer. El que parece que no se dio cuenta que esto no es una dictadura, es usted.

Subí a mi cuarto, agarré los documentos, algo de dinero, la campera y la gorra, y me fui sin saludar. Salí a la ruta, y haciendo dedo llegué al pueblo vecino donde estaba el Negro. En una situación similar a la mía.

También tenía que terminar el último año de formación para ser sacerdote viviendo en la parroquia, dar los exámenes que faltaban (cosa que hicimos ante una mesa examinadora compuesta por el obispo (el de la veinteañera), el secretario (el del problema con el alcohol), y un tercer personaje inescrutable que nunca pude descifrar. Pero si a mí me había tocado un homosexual reprimido, que parecía ocultar en un orden y una puntualidad enfermizas toda su frustración, al Negro no le había ido mucho mejor. El cura que le había tocado sumergía su soledad en whisky cada noche, como un rito alcohólico íntimo que si bien podía ser inofensivo, le causaba bastantes problemas en la convivencia.

El Negro se alegró de verme, y al cura no le importó. Desde allí llamé al obispo y me dijo que fuera al día siguiente a hablar con él. Lo hice, y al llegar la sorpresa fue grande. Todas mis cosas (ropa y libros), habían sido enviadas por el cura al obispado con una carta adjunta. Otra carta más. Allí señalaba que para él yo no tenía vocación sacerdotal, porque me levantaba a las ocho de la mañana, me quedaba todas las noches viendo televisión, cuando recibí una visita se me había visto “trasnochando por los bares del pueblo”; y lo peor de todo, cuando me bañaba dejaba la bañera llena de pelos, y su pobre madre tenía que ver ese desagradable espectáculo. En ese momento me dio bronca, pero el obispo, que estaba más allá del bien y del mal, se cagó de risa y me ofreció ir a otra parroquia ese mismo día. Obcecado, terminé aceptando.



 

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuando vas a publicar un relato interesante que nada tenga que ver con el hedonista mundo homosexual y todos los vicios que los rodean?, esperamos ansiosos que llegue ese gran dia.

Osofranco dijo...

Nadie te obliga a seguir leyendo...

Buscá, que internet está lleno de textos complacientes como el que buscás.

Hasta acá, la respuesta formal. Ahora, como decía mi padre cuando se enojaba: por qué no te hervís y te tomás el caldo?

Anónimo dijo...

Buenísimo el relato, es obvio que al que sea homofóbico o no le interese conocer otras realidades se va a sentir descolocado. A mi me encantó, y me quedé con ganas de más...
Besos.
Sergio

Osofranco dijo...

Gracias Sergio

Ahora estoy subiendo el final de ese capítulo, con más historias de curas y sexo.

Abrazo Amigo!

Anónimo dijo...

sos patetico gordo , a veces pienso que uno, siendo normal, le cuesta ponerse en la piel de un maricon, yo soy libre nunca tuve que salir del placard ni tengo un dia al año de "orgullo" no necesito limosnas de los gobiernos ni inadi que me defienda, vos necesitas de todo eso y mucho mas y agradece a dios que no te toco nacer en los mas de 90 paises donde la mariconeria es condenada y en algunos casos con la muerte.