En una tarde de playa,
en Copacabana, cerca de la barraca de Paulo - el quiosco de bebidas y alquiler
de sombrillas donde nos acomodamos los hombres que buscamos hombres que entendemos
valen la pena para nosotros -, los conocimos. Eran el destino de las miradas de
todos los adoradores de gordos que esa tarde decidimos ir a probar suerte bajo
el sol (convengamos, nadie va por el mar templado, ni la arena blanca, ni el
agua de coco helada, ni los 40 grados, ni ninguna de esas cosas de turistas).
Después de chequear
-vía contacto visual- que había onda, me acerqué a saludar. Caipiriñas en mano:
dos, una para cada uno de los hermosos gordos que, de provocativas sungas, me
recibieron sonrientes. A los pocos minutos juntamos las sillas y olvidamos las
sombrillas. El sol ya caía.
Como
sospechábamos con Raul, no eran de Rio. Estaban de vacaciones. La charla avanzó
por el lado de las parejas. Se asombraron con nuestra historia y comenzaron las
preguntas: que cuánto hace que están juntos, y cómo fue eso de vivir uno en
cada país durante todos esos años, y son pareja abierta entonces, y no les da
celos, y siempre es los juntos la cosa o cada uno puede por separado, etc.,
etc.
Imaginé por donde
venía el interés del interrogatorio y con un par de preguntas confirmé mis sospechas.
Estaban en pareja hacía un par de años y esas vacaciones decidieron que era el
momento de abrir el juego. Pero estaban inseguros.
Después de la
playa fuimos a cenar. La tensión sexual se podía casi tocar. Preguntas que no
disimulaban los dobles sentidos ni las claras intenciones de ir a la cama, los
cuatro. El más robusto, el de los tatuajes, se comía a Raul con la mirada; el
más rubio, me apoyaba la pierna por debajo de la mesa sin dejar lugar a la
menor duda sobre sus intenciones.
Sin preámbulos
anuncié que íbamos a tomar el café en casa. Nadie se opuso.
Durante el viaje,
el de los ojos claros, trataba de
explicarme que era su primera vez que, con esta pareja, hacían algo así, que
tenía cierto temor, que patatín, que patatán… ¿Qué le podía decir? Dije lo que él
esperaba oír: “nadie va a hacer nada que no tenga ganas, ¿de acuerdo?”
Ya en casa,
pensando que era evidente que cada uno tenía su predilección, nos separamos por
parejas. Mi rubio, miraba todo el tiempo hacia el lugar donde estaba su
tatuado. Comenzó a disculparse diciendo que no estaba tranquilo y pidió si
podíamos estar los cuatro juntos. Prendí la luz y Raul pasaba por una situación
idéntica.
Desnudos como
estábamos, nos sentamos en ronda y comenzamos a conversar como en una singular terapia
de grupo. Fue entonces que el más rubio, el de los ojos claros, contó que con
una pareja anterior había tenido malas experiencias al respecto. Contó que el
otro podía hacer lo que quería y él tenía que aceptar lo que venía. Ahora
quería tener más control de lo que pasaba. Contó que él se había imaginado que
estaríamos los cuatro juntos y, luego, veríamos qué pasaba.
Raul, sin
experiencia en terapias, pensó que todo había naufragado y propuso dejar todo
ahí. Se puso de pie, lo mismo que los indecisos tortolitos, como para dar por
finalizada la sesión. Entonces se me prendió una alarma interior y entendí que
tenía que actuar rápido. Ya también de pie, abracé al rubio y a Raul que tenía
a mis lados y juntando a todos en un apretado amontonamiento – que no abrazo - comencé
a besar al tatuado que tenía enfrente, sin soltar a los otros dos. Al
separarnos, fue el turno de los otros dos de fundirse en un beso. Ahí el nudo
se desató y sucedió todo lo que podía suceder entre cuatro hombres que se
tenían ganas.
Antes de
despedirnos, como aplicados pacientes de una terapia sanadora, nos volvimos a
convocar para la siguiente sesión.
2 comentarios:
Yo creo que la sicología no sirve para nada. Al menos acá sirvió para que pase algo bueno.
Jajaja
Gracias por tu sinceridad.
Abrazo.
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