Con Virgilio, como en la antesala del infierno
El espinoso relato de Virgilio o de cómo un encuentro a contramano
se transforma en una historia simétrica de mi vida errante que se resiste a ser
contada.
Descubriendo
simetrías
– Necesito contarte algo chico.
– Bueno. Dale.
– Pero es que es muy largo, y me va a llevar un buen tiempo.
– No hay problema. Tengo el resto de la tarde libre.
– Es que no sé. Me parece que tú no me vas a creer. Es la historia
de mi vida, sabes. Mucha gente cercana, amigos o conocidos, me dice que debiera
escribir un libro con todo lo que me ha pasado. Es más, un psicólogo, cuando le
terminé de relatar todo lo que había pasado en mi vida, me preguntó cómo no me
había matado...
– Bueno, bueno –lo interrumpí a Virgilio–; sospecho que el psicólogo
era bastante berreta, o un poco psicópata, o las dos cosas. Y estoy seguro que
no creo que debas tener en cuenta su opinión. Hagamos lo siguiente, contame lo
que me querías contar y dejame que evalúe por mí mismo.
Virgilio me miró largamente. No había tristeza en sus ojos, sólo un
poco de incredulidad.
Perdón que interrumpa, pero me parece que debería empezar por donde
corresponde, rebobinar un poco antes de seguir. A Virgilio lo conocí en una
fiesta del Club de Osos de Buenos Aires, un domingo a la noche, hace algunos
meses, en Contramano. Ahora un lugar mítico reducido en capacidad por las
políticas municipales postCromagnon, Contramano es un sótano convertido en
disco, muy típico de los ochenta, que fue un lugar germinal de la cultura gay:
vio nacer y expandirse al primer activismo gay-lésbico de Argentina tanto como
acompañó en sus comienzos al Club de Osos. Por la larga historia de rituales
subterráneos de Contramano, muchos la llaman la Catedral , en un plan
hereje que me resultaba además de divertido, perfecto para enmarcar los fines
de semana de mi nueva vida abiertamente gay. Por eso, como tantas veces, esa
noche también había estado en la puerta, recibiendo a la gente que llegaba,
saludándolos y dándoles la bienvenida al Club de Osos. La mayoría de las caras
eran familiares, siete años en el club me permitían reconocer a los habitúes y
detectar a los recién llegados. Poco después de que diéramos puerta, lo vi.
Estaba seguro que era la primera vez que venía a una de nuestras fiestas.
Retacón, grueso, cabeza afeitada y mirada severa. Lo saludé como a todos y lo
seguí con la mirada sin disimular mi interés, mi baba. Se sentó en las gradas y
se quedó mirando cómo el resto de la gente llenaba el lugar en pocos minutos.
Como dos horas más tarde, cuando ya la tarea de la puerta no me
requería, di una vuelta por el boliche y lo volví a ver. Sentado en el mismo
lugar, la misma mirada, solo, parecía ajeno a todo. Puedo confesar que
volviendo a mirar, su sex appeal crecía para mí cada vez más por su particular
quietud, su mueca entre tímida y abstraída, su postura de no pertenecer ni
confundirse con la multitud de Contramano.
Una hora más tarde ya no estaba en el lugar en que lo había visto.
Recorrí la barra, la pista, subí al primer nivel y nada. Con la sensación de
que ya no lo encontraría subí al segundo nivel, y allí estaba. Solo, sentado en
un taburete, asomado a la baranda. Me acerqué y lo encaré.
– Hola.
– Hola. – Su mirada no se decidía entre la sorpresa y la
desconfianza.
– ¿Todo bien? – Pregunté.
– Sí, todo bien, gracias.
– Por tu acento veo que no sos de por acá.
– No, soy cubano.
– Cubano, que bien. ¿Y qué andás haciendo por acá? ¿De vacaciones? –
Buenos Aires ya era la capital sudamericana del turismo gay, y no me extrañaba
en absoluto la presencia de un turista más.
– No. Vivo acá, hace unos años.
– ¿Unos años? ¿Y cómo no te vi nunca en una de nuestras fiestas?
Porque sos un Osito hermoso y estoy seguro que es la primera vez que te veo.
– Si. Es la primera vez que vengo a una fiesta de Osos, es que
estaba en pareja y a mi ex no le gustan los boliches, y eso...
– Entonces ahora te decidiste a conocer.
– No. Una vez, hace un par de meses, llegué hasta un lugar en la
calle Humberto Primo, pero no me animé a entrar. Hoy día sí. Quería conocer y
me animé.
– La de Humberto Primo es nuestra casa; del club, digo.
– Qué bien.
– Me llamo Franco, ¿vos?
– Virgilio.
– Como Piñera.
– Pues sí.
– Desde que entraste noté que eras nuevo acá, y yo no
podía dejar de mirarte.
– ¿Te estás burlando de mí?
– ¡No! En serio. Me impactaste y a la vez me intrigabas.
– Bueno, si tú lo dices...
– Claro. Te vi llegar, y te seguí mirando durante toda la noche.
Hasta que me decidí a buscarte.
– Discúlpame pero no te creo.
– ¿Por qué?
– Nadie se fija en mí.
– Yo sí. Y estoy seguro que muchos más, pero tenías ese gesto tan
severo que intimidás un poco.
– Es que estoy un poco nervioso.
– Bueno, tranquilo. ¿Te gustan los Osos? – Como en la fábula de La Fontaine , esa del
escorpión y la rana, no pude desobedecer a mi naturaleza.
– Sí, sobre todos los muy peludos.
La charla siguió los intrascendentes caminos del parloteo de
reconocimiento: diciendo y ocultando, exhibiéndose y metiéndose para adentro. Me
contó que vivía en el oeste del gran Buenos Aires, con otros cubanos amigos, y
que hacía algunas inversiones aquí, que le permitían vivir.
– ¿Y tus amigos son gays? – Pregunté.
– No. Y ellos no saben que yo lo soy. – Yo ya estaba un poco
impaciente: le había dicho que era lindo, había constatado que le gustaban los
Osos, le había mantenido la charla un rato largo, pero él no daba ningún
indicio de querer pasar al siguiente nivel. Cuando estábamos cerca del game
over, me dijo:
– Tú eres bien guapo. – Con las dos manos le agarré la cara, la
acerqué a la mía y lo besé profundamente. El sentado en el taburete y yo de
pie, besos y caricias se prolongaron casi una hora. Los cuerpos pegados. El
deseo creciendo.
– ¿Querés venir a casa? – Pregunté, creyendo que no había ninguna
necesidad de preguntar.
– No puedo. Debo regresar a mi casa. Mis amigos no saben donde estoy
y se preocuparían si no regreso.
Si le estuviera contando la historia a algún Oso del club, le diría:
– ¿Sabés cómo quedé? Lacia.
– Bueno, te dejo mi teléfono y
hablamos. – Dije con un poco de fastidio.
– De acuerdo chico. – Se lo anoté y le di la tarjetita.
Quedé esperando el suyo y nada.
– Yo te llamo – fue lo último que dijo antes de irse y que yo me
pierda entre la rutina de caminar en una disco medio despoblada, habitada de
pocos ojos con más de tres copas mirando hacia lugares más o menos indefinidos.
La gente permanecía sin desesperación, sin deseo, sin decepción, estando ahí,
casi como voyeurs alquilados como parte del decorado.
Llamó varios días después. Quedamos en encontrarnos en un café
anónimo del Centro y fue puntual. Le dije que no tenía mucho tiempo, pero que
podíamos arreglar para vernos otro día.
– Me encantaría, de veras, pero pasado
mañana viajo.
– Bueno – dije casi como despedida final – cuando
vuelvas nos vemos. ¿Puedo
preguntar a dónde
vas?
– A Río de Janeiro, con mis amigos cubanos, por unos
negocios.
Lo primero que pensé fue en qué negocios andaría. Pero como fueran
cuales fueran no
me importaban,
dije:
– Mirá que bien. ¿Y vas por mucho
tiempo?
– Unos veinte días.
– Ajá.
– Pero estoy un poco asustado. Me dijeron que Río es una
ciudad peligrosa y yo no
hablo nada de portugués.
– No. No es peligrosa. No más que otras ciudades. Y el
portugués es fácil. Además si
hablás lento te entienden. – Yo hablaba para
mi mismo. En Río vive Raul, mi Raul (así, sin acento), y eso es lo que yo creo
de Río de Janeiro. A Raul lo había conocido en una fiesta de Osos en Buenos
Aires hacía más de un año y ahora éramos una pareja abierta a larga distancia.
– Si querés
-continúe diciéndole a Virgilio-, te puedo dar el teléfono de un carioca que
Se maneja perfecto
con el castellano (y esta es una apreciación personal, condicionada por mi
afecto a Raul) y te puede ayudar.
– ¡Hablas en serio! – Fue la primera vez que le vi
brillar la mirada.
– Si. – Se lo anoté y le dije que podía llamarlo con
toda confianza. Nos despedimos y
pensé que ya no volvería a verlo.
Esa noche, cuando hablé por teléfono con Raul, le avisé que en un
par de días podían
llamarlo por
teléfono, un cubano que yo había conocido, dije, que va a estar unos días en
Río.
– ¿Y es gordito? – Preguntó Raul, con
quien éramos cómplices en nuestro gusto por los gordos.
– Sí. – Y se lo describí.
– ¡Qué bueno!
Varios días
después, hablando como cada noche con Raul, me dice:
– Hablé con la cubanita.
– ¿Con quién? – Pregunté perplejo.
– Con el gordito al que vos le diste mi teléfono.
– ¿Sí? ¿Y?
– No vas a creer. Yo estaba en el trabajo, suena mi celular y era
él. Le dije que lo volvería a llamar, que estaba en una reunión importante,
cosa que era cierta, y corté. A la tarde, cuando tuve un momento, llamé al
número que me quedó registrado en el celular. ¿Y a que no sabés lo que me
respondieron del otro lado?
– No, ni idea.
– Parroquia Nuestra Señora del Santo Sepulcro. – Y largó
la carcajada.
– ¿Entonces? – Le pregunté después de mi propia carcajada,
pero ansioso de curiosidad.
– Me dijeron que el padre Virgilio no estaba y que le dejarían el
mensaje. A la hora volvió a llamarme él, asustadísimo, quería saber que había
dicho yo al que me había atendido, si había dicho algo de los Osos o si me
había presentado como pareja de otro hombre. Estaba desesperado.
– ¿Y vos habías dicho algo que lo pudiera perjudicar?
– Nada. Cuando escuché que era una parroquia, me di cuenta de todo y
fui muy discreto. Pero dejá que te cuente. Nos encontramos esa noche y me contó
un montón de cosas de su vida, y mientras contaba, representaba. Cuando imitó
al cardenal de La Habana, que hacía unos gestos todos de señora, la gente en el
subte carioca nos miraba y no se aguantaba la risa. Cuando se le pasó el susto,
antes de despedirse, me pidió las direcciones de las saunas y de las fiestas de
Osos de Río.
Ahora sí, volvemos al comienzo, que fue dos semanas después del
incidente de Río, cuando Virgilio regresó a Buenos Aires, y nos encontramos en
otro café anónimo, y me dijo que un psicólogo le había preguntado cómo no se
había matado. Así es que Virgilio buscaba las palabras para contar su historia,
que él creía única, larga y digna de un libro.
– Dale, contame – repetí –, pero no creo
que me sorprenda. – Yo no le dije nada de los adelantos que Raul me había
hecho-. Es más no creo que sea tan novedosa, ni tan terrible.
– Sí, sí que lo es. – Dijo muy serio.
– Bueno – lo desafié –, contá. A mí también me dicen que tengo que
escribir un libro con mi vida. Después yo te cuento mi vida y vemos,
comparamos.
Y tras revolear los ojos por el bar para confirmar que nadie cerca
estuviera escuchando, Virgilio se largó a contar, con lujo de detalles y sin
pausas.
Cuando tenía seis años, a su padre lo fusiló el nuevo gobierno
-cuando los guerrilleros de la Sierra Maestra conquistaron el poder– por
opositor político, dijo; omitió mencionar que la revolución fusiló a quienes habiendo
sido juzgados por tribunales revolucionarios fueron encontrados responsables de
numerosas muertes o habían torturado a millares de cubanos. La suya era una
familia acomodada de la aristocracia vernácula, de las que Eduardo Galeano
calificaría como miembro de la “sacarocracia”. Quedó entonces solo, con su
madre, estigmatizados los dos. Padeciendo ahora las mismas privaciones
que el resto de la mayoría de la población empobrecida de la isla, que supo ser
un edénico jardín, saqueado por los imperios y sus cómplices vernáculos. Se
educó como católico y se graduó en filología. Toda su vida supo que era gay,
pero en ese momento en la isla serlo era realmente peligroso. Lo interrumpí
para comentarle que algo sabía, había visto la película que cuenta la vida del
escritor Reynaldo Arenas y me resultaba todo muy similar. Coincidió con el
comentario y continuó.
La revolución tardaría casi cinco décadas en aceptar los derechos de
las minorías sexuales. Por eso, nunca –en su juventud– se atrevió a nada. Ni
pensaba en la posibilidad de tener sexo con otro hombre. Así, sin tener
contacto físico con nadie llegó casi a la adultez. Fue entonces que quiso
entrar al seminario para ser sacerdote. Si hasta ese momento estaba de la
vereda de enfrente de la Revolución, con esto, lo completaba.
Se ordenó cura y lo destinaron a la catedral de La Habana. Allí es donde
residía el Cardenal que, puertas adentro, vivía su homosexualidad sin reparos y
tenía ademanes de señora. En ese ámbito, donde veía que los otros se permitían
lo que él no, se animó a su primera experiencia. Se enamoró entonces de un
muchacho del grupo juvenil.
– ¿Y cómo hacían? – Quise saber –.
Porque vos cura, en un país homofóbico, donde atreverse a serlo era peligroso,
no me imagino que pudieran ir a un hotel como acá.
– No, ni en sueños. Él se quedaba en la iglesia, en la casa donde yo
vivía contigua a la catedral – dijo con toda naturalidad –. Hasta que me llamó
el Cardenal y me dijo que eso no podía seguir pasando. Que ese joven no se
podía seguir quedando en mi habitación.
– Que vos fueras gay no importaba – apunté.
– No. Sólo, es que solo les importaba la discreción.
– ¿Y los otros curas?
– Tenían sus propias historias. Pero entre ellos, para
no llamar la atención.
– ¿Entonces?
Entonces, contó, que tuvo que terminar con el chico. Que sufrió como
un perro y que poco después pasó algo inesperado.
Me relató que otro chico del grupo juvenil había recibido un casete
de música grabado en Miami, que se lo había regalado a él, que él lo tenía en
el cajón de su mesita de luz y que otro chico –también del grupo juvenil– se lo
había robado del cajón, sin que él se diera cuenta. Que éste chico se lo había
llevado a la casa y lo estaba escuchando a volumen alto. Que las canciones eran
contra el gobierno de Fidel y la Revolución. Que un vecino llamó a la policía y
que cuando confiscaron el casete, éste tenía su nombre en uno de los lados.
Entonces la policía fue hasta la catedral. Lo detuvo a él. Lo interrogó. Lo
torturó y lo tuvo preso por seis meses.
– Me sacaban en pleno invierno al patio
en calzoncillos y me mojaban con una manguera por horas. – Contó, los ojos
vidriosos.
Una vez más me pareció que omitía algunos
detalles. O los acomodaba convenientemente. Pero no dije nada.
Contó también que cuando quedó libre se tuvo que ir de la isla, a los
Estados Unidos. No mencionó fechas, pero me imaginé que fue uno de los
marielitos.
Un tío, de parte de la familia de la madre, tenía buenos contactos
con los exiliados de Miami. Allí ejerció un tiempo como cura para la comunidad
latina. Todo estaba andando bien, lo estaban por incardinar al clero
norteamericano, y fue entonces cuando le ofrecieron ir a Puerto Rico. Y se fue.
A la parroquia de unos curas amigos, que eran pareja entre ellos. En Miami, no
se había animado a nada, había vivido célibe todo ese tiempo, no quería hacer
nada de lo que pudiera enterarse su tío, y que la información le llegue a su
madre.
– Me fui a Puerto Rico pensando que podría estar menos vigilado
–afirmó continuando su largo monólogo-. Yo sabía que en Miami podía ir a
cualquier centro nocturno gay y conseguir algo, pero no me animé. En Puerto
Rico uno de los curas quiso que tengamos algo entre nosotros, y yo le dije que
no, que no podía ser, que él estaba en pareja con el otro cura. Y él me
respondió que eso ya se estaba terminando. Igual, no acepté. Yo estaba
desconsolado. Una tarde salí a caminar por el malecón de San Juan, la capital
de Puerto Rico. Estaba nublado, lloviznaba. Al rato se me acercó un hombre
interesante. Yo desde el joven de la catedral de La Habana no había vuelto a
tener sexo con nadie. Me habló, y le respondí. Me dijo que era una linda tarde
para ver la lluvia detrás de una ventana, abrigado, bien acompañado. Y yo no
aguanté más – dijo, como excusándose, Virgilio– y le dije que era una tarde
para estar en la cama con un hombre hermoso como él. Y resultó que era policía
encubierto, me mostró sus credenciales, me esposó en plena calle y me llevó
preso, y tuvo que venir el párroco a sacarme de la cárcel.
Después de eso el cura, al que yo le había dicho que no quería tener
sexo con él, comenzó a decir que ya no sería posible que siga en la parroquia,
que esas cosas se sabían y que era mejor que me fuera. Quise volver a Miami,
pero me dijeron que no. Que mi ida anterior no les había gustado. En esos años
había muerto mi madre, que era lo único que yo tenía como familia, y ya nada me
haría volver a Cuba. Y decidí conocer Argentina, que nunca había podido
conocer, cuando había querido, porque cuando estaba el uno a uno era muy caro.
Ya conocía España y otros lugares, pero no Argentina, y estaba muy interesado
en conocerla. Vine y conocí aquí un chico uruguayo, me enamoré y me quedé con
él. Me fui a Uruguay, a un pueblo muy pequeño. El no estaba definido, no se
asumía como homosexual. Tenía novia, porque en el pueblo no podía decir lo que
era, y mientras tanto vivíamos con su madre, en una casa muy pequeña. Yo me
quedé con ellos casi dos años hasta que un día vino el chico y me dijo que su
novia estaba embarazada y que se pensaba casar. Entonces me volví a la Argentina.
Aquí en Buenos Aires –avanzó en el relato Virgilio-, en la anterior
estadía, había conocido a alguien y vine
a tratar de volver a contactarlo. Antes de conocer a mi ex pareja, en un bar de
zona norte, yo estaba sentado en la barra. Vino el barman, me acercó una copa y
me dijo:
– Se la envía el señor que está en la punta de la barra.
Yo no podía creer que alguien se hubiera fijado en mí. Le agradecí
con la mirada y se acercó. Cuando se presentó me quería morir. Me dio un ataque
de nervios tal, que yo no podía controlar - dijo Virgilio estremeciéndose al
recordar aquel malestar.
– ¿Por qué? –Pregunté – ¿Era muy feo?
– Para nada. Era enorme y con una solemnidad que yo conocía bien, se
presentó como monseñor Alejandro. Yo pensé que era una broma, o que alguien me
espiaba y me perseguía, y no quise nada con él esa vez. Me había quedado igual
con su teléfono, y cuando regresé de Uruguay, lo llamé. Me recibió en su casa y
me explicó “monseñor” de dónde era. Tiene su Iglesia propia y es su autoridad
máxima.
– Ah, ¡Alejandro! – Exclamé.
– ¿Lo conoces? – Dijo asombrado.
– Claro, estudiamos unos años juntos en el seminario. Ahora lo veo
cada tanto en las fiestas de Osos.
– Pero vos estudiaste en un
seminario, ¿Cómo es eso, chico?
¿Es que tú también eres sacerdote? – Dijo, mezclando el “vos” y el “chico” que
delataba el cubano que todavía le hervía en la sangre pero ahora domesticado
por su estadía porteña.
– Bueno, eso te lo respondo después, ahora seguí con tu historia, ¿Qué
pasó con Alejandro?
– ¡Conocés a Alejandro, qué pequeño es el mundo! – Dijo, entonces
dudó – ¿Pero estás seguro que es el
mismo Alejandro?
Busqué en la agenda de mi celular y le leí el número de la casa del
monseñor.
– Sí. Ese es el número. Es el mismo.
Bueno, qué sorpresa. El me contactó con una Iglesia de la provincia de Córdoba,
aquí en Argentina, que me podía recibir como cura. Me puse en contacto y me
recibieron. Pasé allí un tiempo, pero no me convenció. Decidí volver a los
Estados Unidos, no a Miami ni a Puerto Rico, donde ya sabía que no me
recibirían, sino que fui a Chicago, a un convento de clausura.
– ¡No! ¿Cómo a un convento de clausura? – Indagué.
– Sí, un convento de clausura.
– Y no aguantaste– dije convencido.
– Sí, como que no.
– ¿Y que hacés acá?
– Es que ellos, los monjes de Chicago, tienen problemas para obtener
el reconocimiento oficial de la
Iglesia de Roma, y tienen un contacto con una gente de Brasil,
de Río de Janeiro, que les puede conseguir el reconocimiento vaticano, si se
unen a ellos. Y yo vine a hacer el contacto con ellos y si me parece bien, dejo
el convento y voy a la parroquia en Río que administra esta gente.
– A eso viajaste entonces a Río, no por negocios como me
dijiste.
– Es que no puedo decir quien soy a todo el mundo, si no siento
confianza, y menos a alguien que conocí en un boliche gay.
– Entendido. Disculpame la indiscreción, pero ¿todos estos años de
qué viviste? Porque por lo que entendí tu familia se quedó sin recursos, no
tenés más familia y hace años que no ejercés de cura.
– Es que tenía unos ahorros de los años que trabajé en
Estados Unidos.
– ¿Soy muy naif si pregunto si los amigos del gran
Buenos Aires existen?
– No, no existen. Vivo en un hotel, acá en Sarmiento al 1200. A la vuelta del
obelisco.
– ¿Por unos días? – Concluí.
– No, hace tres meses que estoy aquí.
– Bueno, se ve que pudiste ahorrar bien con las
limosnas.
– Sí, algo. Pero bueno, seguro Raul te habrá contado el incidente
del llamado telefónico y estarás al tanto.
– Sí, me contó. ¿Y ahora? – Pregunté.
– Ahora me quedo unos pocos días más, y tengo que regresar a
Chicago. Allí voy a hacer la profesión religiosa, tomar los votos de la
congregación en la que estoy. Y de allí vuelvo a Río, a trabajar en la
parroquia.
– Bien. Ahora sí es mi turno, te cuento mi historia y vemos si
encontramos algunas simetrías. Acá va.
9 comentarios:
Poxa, depois deste texto gostaria muito de ler o livro inteiro!
Que bom que gostou.
Fico contente.
Abraço.
me gustó vas a seguir con la historia?
Gracias lector "anónimo".
Me alegra que te haya gustado.
Voy a seguir publicando otros capítulos del libro.
Saludos.
muy interesante! quede con ganas de ver como sigue
Contanos si te comiste al gordito!
Gracias Pequeño Boy.
En breve seguiré subiendo otros capítulos.
Abrazo.
Ay Tommy Bear,
qué te puedo decir...
Y sí, nos encontramos después en el sauna de Osos de los jueves y pasó lo que tenía que pasar.
abrazo!
Disculpen los que habitualmente comentan por aquí.
Tengo que volver a moderar los comentarios, porque el enfermo que no deja de molestar desde hace tres años, ahora firma con los nombres de otros lectores.
Los comentarios que tengan que ver con el blog, serán publicados.
Gracias por entender, saludos.
Franco
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