martes, 22 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte siete)

“Toda desviación era un crimen imperfecto,
que había que corregir y donde se podía
hundir el escalpelo del ojo voyeur que
cortaba y pegaba rasgos para construir
arquetipos, modelos, conductas con supuesto
estatus científico.”

Diego Trerotola


De baños

La sotana entre los dientes

- Dentro de los cubículos de los baños públicos uno podía encontrar las situaciones más impensadas.- Recuerda Raul. - Pero en el baño del segundo piso del Aeropuerto de Congonhas se vio la escena que, para mí, fue la más sorprendente. No porque los dos hombres intentasen las posiciones más acrobáticas de las practicadas en esos lugares, por lo general, de espacio reducido. Sino por los personajes –y sus investiduras- que protagonizaban la escena que fue vista.

Raul hizo una pausa, tomó un poco de gaseosa. Después siguió con el relato:

- Bueno, había en aquel aeropuerto un supervisor de Infraero (la empresa que administra los aeropuertos en todo Brasil) que era muy pesado, que quería revisar cada rincón del aeropuerto, para certificar que todo estuviera en orden. Es que hubo un momento en que desde la administración del aeropuerto se quería desalentar todo el puterío que sucedía en los baños. En una de sus recorridas encontró una puerta de baño para discapacitados cerrada, trabada. El supervisor no estaba solo, lo acompañaba, entre otros, una compañera mía de trabajo, que fue la que me contó la anécdota. Ante la imposibilidad de abrir la puerta, el comentario lógico de alguno de los presentes fue:

- Debe estar ocupado.

Pero golpearon y nadie respondió. El funcionario insistió que había que abrir la puerta, porque podría estar trabada dificultando el servicio, alguien podía estar encerrado y con algún problema o vaya a saber qué otra cosa podía haber sucedido. Mi compañera, que tenía una llave maestra –y suponía qué cosa debía estar pasando allí-, accedió a abrir aquella puerta para que el supervisor vea finalmente con sus propios ojos y se deje de molestar de una vez por todas.

Cuando se abrió la puerta del box, ven, como mi compañera sospechaba, dos hombres dentro del mismo, inmóviles y en silencio: uno era un cura que, con la punta de la sotana entre los dientes para tener mayor libertad de movimientos, le daba atención a un comisario de a bordo que, con el pantalón y el calzoncillo por los tobillos y la chaqueta del uniforme levantada tapándole la cabeza, entregaba el culo con todo placer. Estaban como congelados, habían escuchado que llamaban y esperaban, sin moverse y en silencio, que se vayan los inoportunos que golpeaban. Pero abrieron la puerta y los sorprendieron jugando a las estatuas.

Fue la imagen más felliniana de las que recuerdo, -concluye Raul, - entre las que se contaron en aquellos años.

(Continuará)

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