lunes, 30 de enero de 2012

La virgen sigue haciendo ala delta (la placita del cañón)


Crecí en un barrio que creció junto conmigo.

Cuando mis padres comenzaron a edificar la casa familiar, en la cuadra no había más que 5 0 6 
construcciones en ejecución. Era a mediados de la década del ’50, en un barrio del gran Buenos Aires.

Los primeros recuerdos de mi barrio son de una calle de tierra, pocas luces en la noche, muchos terrenos aún baldíos. Pero sobre todo un gran triángulo de tierra que se formaba en la intersección de las dos avenidas que se cruzan caprichosamente en la esquina de mi casa familiar. En ese espacio, los vecinos–en su mayoría inmigrantes italianos- organizados en una sociedad de fomento, lucharon para que exista una escuela primero y una plaza después.

A mediados de la década del ’60 la placita fue una realidad. Los vecinos, que soñaron una escuela para ese lugar, querían llamarla Plaza Sarmiento. Los militares –golpistas de turno – colocaron un cañón en el vértice más agudo del triangulo y la bautizaron “Plaza Ejército Argentino”. Los vecinos la llamamos desde el primer día – y hasta hoy casi 5 décadas después-: La placita del cañón.      

El día de la inauguración fue mi viejo, uno de los tantos italianos del barrio, el encargado de trepar al mástil de casi 5 metros para pasar el alambre por la roldana de la punta para que se pueda izar la bandera argentina.

De un verde que el barrio no conocía, la placita se fue convirtiendo en un lugar de encuentro. Los chicos ocupamos el mayor espacio de pasto para armar una canchita improvisada, saltando aquellas ridículas cadenitas que intentaban cortar el paso y violando aquellos cartelitos, blancos y muy prolijos, que prohibían pisar el césped.

Estábamos sentados en un banco de la nueva placita, tomando un helado en familia, cuando una razzia de la policía bonaerense comenzó a llevarse a todos los jóvenes que tuvieran el pelo largo. Mi viejo quiso salir en defensa de los pibes del barrio que estaban siendo subidos al celular cuando uno de los canas lo frenó señalándose que, si no se apartaba, él sería el próximo en ser detenido.

Cuando el final de la década se acercaba y el poder de la dictadura menguaba (Cordobazo y ejecución por parte de Montoneros del fusilador Aramburu mediante), la plaza pasó a ser el lugar de encuentro de los hippies de la zona. Sus motos atronadoras tomaron posesión de las veredas. El último día de 1972, una banda garaje del barrio, El Reloj, sacó sus equipos a la plaza y hubo rock toda la noche.  Parecía un anuncio de nuevos tiempos.
          
Pasó esa breve primavera y la plaza, en la nueva dictadura, pasó a ser un espacio vacío. El barrio ya no tenía calles de tierra, no quedaban terrenos baldíos, todo estaba muy iluminado y los que soñaban con un país mejor desaparecías a diario.

Con el retorno de la democracia, en el espacio que usábamos como cancha improvisada se levantó un monumento a Perón, enorme, de cuerpo entero, con varios escalones y enrejado. Chau espacio público.       
Poco después, en lo que alguna vez fue el córner derecho de uno de los arcos, erigieron una ermita a la virgen de Luján. Toda blanca, con espacio para las flores y un banco frente a ella para descanso de los piadosos.

La última vez que pasé por la placita, la mañana de la última navidad, rumbo a la fábrica de pastas a comprar los ravioles para el almuerzo familiar, varios grupos de jóvenes la poblaban. Se me ocurrió pensar en aquellos otros jóvenes rebeldes. Pero no. Un grupo acomodado en los juegos infantiles, otro en el monumento a Perón, otro en el cañón… Todos escuchaban a buen volumen a los Wachiturros y a Michel Teló mientras apuraban las últimas cervezas antes de ir a dormir.

Larga cola en la fábrica de pastas. De regreso a casa, un matrimonio joven con un cochecito de bebé, sentado en el banco frente a la virgencita me llamó la atención. Aunque se los veía muy concentrados, su aspecto no tenía nada que ver con los y las ancianas que se suele ver rezando allí. No necesité llegar hasta el lugar en el que estaban, el perfume me develó el por qué de su actitud devota pero no contrita. Mientras el calor ganaba la mañana y los últimos ecos de músicas descartables dejaban la placita, la sencilla familia se fumaba tranquilamente un caño mientras la virgen sigue haciendo ala delta . 




viernes, 27 de enero de 2012

Los libros de la buena memoria


¿Cuál será el mecanismo que hace que recordemos algunas cosas y olvidemos otras? ¿Nuestro inconsciente pesará en la preservación y eliminación de recuerdos? ¿Recordamos todo lo que queremos recordar? ¿Olvidamos todo lo que queremos olvidar? ¿Los buenos recuerdos intentarán imponerse sobre los recuerdos malos? ¿Construimos los recuerdos que nos gustaría tener?

No hace mucho me reuní con mis compañeros de secundaria. Habían pasado 33 años sin que nos viéramos. En medio de la charla, Daniel, con total convicción, me señala:

- … fue cuando yo te acompañaba a tu casa al volver del cole, en la época que tenías el yeso, cuando te quebraste la pierna. Yo volvía con vos todos los días hasta tu casa.
- Me parece que estás confundiendo las historias Daniel. Yo nunca me quebré hueso alguno. Nunca usé un yeso…

Entonces fue el turno de Rodolfo de recordar:

- … aquella vez, cuando casi nos cagamos a trompadas con aquellos chetos… Ese domingo que fuimos a Zodíaco. Vos estabas. – Dice mirándome.
- No Rodolfo. Yo no iba a bailar. Nunca fui a un boliche durante la secundaria…

Y Gustavo comenta un rato después:

- … casi nos echan a la mierda del colegio en cuarto. Con Carlitos Graziosi estábamos haciendo un quilombo bárbaro en esa clase del ratón Zelaya…
- Difícil Gustavo. Carlitos repitió tercero y no podía estar en el aula con nosotros en cuarto…

Dicen los estudiosos del tema que a partir de los 45 se empieza a perder la memoria. Nosotros estamos rondando los 50: Olvidos normales entonces.

Los libros aparecieron otro día. Estaba en la vereda de la casa de mi vieja, pocos días después de la citada cena, y pasa Gonzalo, un vecino al que no veía hacía tanto como a mis compañeros de secundario.

Con Gonzalo fuimos muy amigos durante el final de nuestras infancias. El había llegado de España con 10 años y se mudó con su familia a la casa de la esquina de mi cuadra. Dos años mayor que yo, era hijo único y sus padres trabajaban hasta el final de la tarde. Nos hicimos amigos y venía a diario a casa, a pasar la tarde. La charla de esa mañana, treinta y tantos años después, circuló por los carriles habituales. De pronto Gonzalo afirma:

- Yo lo que más me acuerdo – por ahí vos ni te acordás – es que yo era un pibe que no leía nada. Y cuando venía a tu casa vos estabas siempre leyendo. Entonces me daba curiosidad. Te pedí que me prestes algún libro y vos me empezaste a pasar los libros que ibas leyendo y yo me los llevaba, los leía en casa y venía a tu casa para charlar sobre lo que habíamos leído y comentábamos qué nos había parecido. Eran libros de aventuras mayormente, de esos de la colección Robin Hood o parecidos…

Y, efectivamente, como sospechaba Gonzalo, no me acordaba para nada de esa historia.

No, este post no habla del Flaco y su magia (aunque aprovecho para mandarle todo el aliento en este momento duro). Habla de las jugarretas que nos hace la memoria y como unos libros pueden aparecer en medio de una charla,  sin saber que un día fueron protagonistas.



miércoles, 25 de enero de 2012

Se oyen risas (otros desnudos subjetivos)


Durante algunos años de mi vida (ahora creo que más que los aconsejables) viví en parroquias.

Había estudiado para ser cura y, definitivamente distanciado de la jerarquía católica, acepté vivir y trabajar como laico en una parroquia de un pueblo de la provincia de Buenos Aires, donde los curas tenían una visión del cristianismo semejante a la mía.

Esa visión -abierta, participativa, democrática-  hacía que numerosas personas se acercaran a esa iglesia para sumarse a la propuesta de trabajo y que la casa parroquial estuviera siempre poblada de entusiastas creyentes  que hacían parte del proyecto.

En el orden doméstico, la casa era mantenida (limpieza, compras, etc.) por dos solteronas, las hermanitas Caricato. Un día a la semana, que los curas usaban como su día libre, ellas tomaban posesión de la casa y del templo y comandaban la tarea a ellas confiada.

Se sentían un poco dueñas.

El cura párroco frecuentemente viajaba para dar cursos por el país y por América Latina. Quedaban a cargo de todo los dos curas jóvenes. Un verano el cura viajó y la casa parroquial sumó, al clima tumultuado de la actividad habitual, la presencia constante de un importante grupo de jóvenes que se amanecían en la casa parroquial entre mates y guitarreadas.

La noticia circuló rápido por el pueblo y las hermanitas Caricato, celosas de su territorio, llamaban frecuentemente para ver si los padrecitos necesitaban algo. Siempre llamaban de día, pero un día llamaron cerca de la medianoche. Éramos unas veinte personas allí reunidas, haciendo lo que de costumbre. Atendió uno de los curas.

- ¿Padre Enrique? – Preguntó la más joven de las solteronas.
- Sí.
- Llamábamos para ver si necesitaban algo.
- Gracias, no… Pero son casi las doce de la noche… No tenían por qué molestarse.
- No es molestia. ¿Está todo bien ahí?
- Sí, claro. ¿Por qué pregunta?
- No… Nada… Bueno, sí. Es que se oyen risas de mujeres desnudas…




martes, 24 de enero de 2012

Desnudos subjetivos


Cuando tenía unos 10 u 11 años, a inicios de la década del ’70, en casa se compraban unos fascículos sobre Italia. Mis padres, italianos, con nostalgia de su tierra, trataban de acercarse a su pasado de algún modo, al tiempo que querían mostrarnos a nosotros, sus hijos, las bellezas de su terruño natal.

Los fascículos traían información sobre las ciudades, su geografía, su historia y, principalmente, su arte. Una buena forma de vender Italia para quienes no la conocían.

En el número correspondiente a Roma, entre las ilustraciones de la Capilla Sixtina y el Coliseo, había una reproducción a página completa del David, de Miguel Ángel. El fascículo había llegado recientemente y estaba en la mesita del televisor, aquella que tenía un estante para las revistas de programación y donde se acumulaban diversos objetos (el estabilizador, por ejemplo) y papeles varios (diarios viejos, sin duda). Como la ilustración iniciaba aquel puñado de hojas en papel brillante y a colores, la obra genial del artista italiano aparecía en todo su esplendor a primera vista.

Por aquellos años yo tenía un amiguito del barrio uno o dos años menor que yo.  Él venía mucho a casa, a jugar, ver la tele y esas cosas que hacen los chicos a esa edad. Sentados frente al televisor, Danielito, que así era como se llamaba mi amigo, queda muy sorprendido al ver la reproducción del David.

- ¿Qué es esa revista?
- De mi vieja. – Fue todo lo que respondí.  

No habló más esa tarde. Al menos en mi casa. Sí lo hizo en la suya. Al día siguiente Danielito no vino. Vino su mamá. Se la notaba muy alterada.

- ¿Está tu mamá? – Preguntó cuando fui a abrir la puerta.
- Ya la llamo.

Cuando mi mamá llegó a la puerta, la vecina pidió hablar a solas con ella. Cuando mi madre cerró la puerta y regresó a la cocina, me pareció ver que de sus ojos salía algo como fuego.

- ¿De dónde sacaste vos que yo tengo revistas de hombres desnudos? – Dijo junto con el primer sopapo.

Yo no entendía nada.
Me contó entonces de la indignación de la madre de Danielito que le vino a plantear como podía ella tener revistas de hombres desnudos a la vista de los chicos.

- ¿De qué revistas está hablando esa mujer? – Gritó con la mano en alto, lista para seguir su trabajo justiciero.

Ahí entendí. Antes del segundo cachetazo corrí hasta la mesa del televisor y le mostré la revista con el David en tapa.

Como decían los escolásticos: Todo lo que se recibe, se recibe de acuerdo a la forma del recipiente.