Hace algunas semanas, al ir a tomar el ascensor para bajar desde el noveno piso en el que vivo, me cruzo con un nuevo vecino. Flaco, alto, muchos dientes. Él ya estaba esperando la llegada de nuestro transporte hacia la planta baja y al verme avanzar por el pasillo entendí que su mirada delataba el mismo brillo libidinoso que la mía cuando veo un gordo maravilloso.
Cuando le di los buenos días la cara se le iluminó y su boca intentó dibujar la mejor de sus sonrisas. Pero yo solo podía ver a aquel personaje de pollitos en fuga (¿el nombre era Ginger?), cuando trataba disimular.
El azar – ese despiadado-
hizo que solo nosotros dos descendiéramos en ese momento y yo viví esos pocos
minutos como un viaje a los infiernos. Mi nuevo vecino, que antes de
encontrarnos ya estaba con su celular de último generación en la mano y no
dejaba de mirarlo, se me aproxima peligrosamente y mostrándome la pantalla del
artefacto demoníaco me señala algo que –entiendo- le debía resultar divertido.
Y sonreía cada vez más. Mientras que yo
seguía serio como perro en bote.
No volví a verlo
por unos días. Una tarde yo estaba hablando por teléfono –esta vez sí- con un
gordo maravilloso al que quería convencerlo de venir a casa a pasar un rato y
el entusiasmo hacía que mis propuestas fueran cada vez más osadas. Hacía calor
(como siempre) y yo estaba cerca de la ventana para refrescarme mientras
hablaba por teléfono.
Esa noche, solo
en casa (al gordo no hubo forma de convencerlo), estaba sentado frente a la
computadora, tratando de escribir algo, en silencio, cuando un ruido casi
imperceptible me llega desde la cocina. Me lavanté, curioso, fui hasta la
cocina y al encender la luz y revisar para ver si algo se había caído de algún
lado o algún visitante indeseado circulaba por allí, descubro en el piso un
bollito de papel.
La ventana de la
cocina, que da al pulmón del edificio, estaba abierta. Levanté el papel y al ir abriéndolo, lo
primero que leo –escrito con una falta de sintaxis alarmante- es: “Me llamar”.
Termino de abrir y la sorpresa dio lugar al estupor. Había un número de celular
y una leyenda: “quiero sexo con vos”. Sin firma, sin nada más.
Hice los cálculos,
sumé dos más dos, y la cuenta dio que mi vecino escapado de pollitos en fuga
había escuchado mi conversación por teléfono y descubriendo que yo hablaba con
otro hombre, hizo su movida magistral.
Guardé el papelito
para poder mostrarlo a los amigos y que no digan que me había inventado la
historia. Y olvidé el asunto.
Al día siguiente,
a media tarde, suena el timbre del departamento. Raro. Si fuese alguien de
fuera del edificio, hubiesen avisado desde la portería. Por lo tanto era un
vecino. Para variar hacía calor y, como es habitual, estaba en casa en mi
versión al natural para estar algo más fresco. Me apresuré a ponerme una
bermuda y una remera e ir a abrir la puerta. Igual, por precaución, espié por
la mirilla y allí estaba mi Ginger, con su sonrisa cegadora.
Con mi mejor cara
de fastidio abrí. “Sí”, fue todo lo que dije. Y él, con su eterno celular en la
mano agitándolo como a una coctelera, responde: “Si necesitás alguna cosa, me
podés llamar a cualquier hora. ¿Sí?”. “No necesito nada”, ni gracias le di y
cerré la puerta, casi con violencia.
Los dioses del
sexo parecían querer decirme: “Viste, ahora sabés lo que sienten los pobres
gordos a los que les infiernás la vida.” Cierto, mi nuevo vecino se acaba de
mudar y no parece ser de los que desistan rápido.